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Principios generales del libre mercado

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Con relativa frecuencia, suelen aparecer en determinadas publicaciones o estudios recomendaciones para que una determinada empresa, sector, región o país triunfe en el ámbito económico. Estas recomendaciones suelen estar plagadas de declaraciones grandilocuentes que normalmente hacen llamamientos a incrementar el gasto de la empresa en temas tan diversos como la investigación (o I+D+i, como se le suele llamar ahora), la promoción comercial, la reingeniería, la calidad, la diversificación, la formación, etc. No obstante, no cuesta trabajo observar cómo empresas que aparentemente aplican dichas recetas fracasan, mientras que otras que continúan operando siguiendo métodos tradicionales, es decir, sin darle prioridad absoluta a dichas directrices, sobreviven.

El motivo de esta aparente incongruencia no es otro sino la confusión entre medios y fines en el libre mercado. Para sobrevivir en el mercado es necesario comprender sus fundamentos y adaptar la empresa a éstos. Aquellas empresas que los entienden y se adecuan sobreviven, mientras que otras, que no lo hacen, quiebran y fracasan, sin excepciones. No obstante, ninguna de las recetas anteriores constituye en sí mismo un principio fundamental del mercado, sino que simplemente son herramientas que pueden ayudar a cumplirlos. Por tanto, como herramientas que son, no constituyen un fin sino un medio.

Para comprender el libre mercado debe entenderse primeramente cómo se llevan a cabo las transacciones entre consumidores y productores. El principio fundamental de las mismas radica en su total voluntariedad. Los intercambios se rigen por el principio de libertad absoluta y nula coacción. Ninguna empresa puede obligar a un consumidor a comprar algo que no le satisfaga, al igual que ningún comprador puede adquirir un determinado bien o servicio sin ofrecer a cambio algo que el vendedor valore lo suficiente como para desprenderse del mismo. Por lo tanto, si una empresa quiere que un consumidor le compre un bien o servicio no existe ninguna manera de obligarlo a realizar la adquisición, sino que ha de demostrarle a éste que el mismo le va a suponer un beneficio, y que éste compensa el pago que tiene que realizar a cambio.

Este principio, que parece tan básico y tan simple, es el motivo por el que muchas empresas, asociaciones o administraciones públicas han fracasado en sus políticas. Y es que el fin de una empresa no es dedicar un porcentaje mínimo de su facturación a la investigación, la formación, la calidad, u otros menesteres, sino que éstas no son más que unas herramienta para descubrir nuevas formas con la que satisfacer al consumidor. Una empresa puede destinar casi la totalidad de su presupuesto a innovar y, sin embargo, fracasar si olvida lo fundamental, y es que sin la aceptación del consumidor no es nada.

Si el primero de los principios fundamentales era la posición de supremacía absoluta del consumidor, sin cuya aprobación resulta imposible realizar cualquier operación, el segundo es la rentabilidad del negocio. Para poner a disposición del consumidor una serie de bienes o servicios hay que incurrir en diversos costes, y la suma de éstos ha de ser inferior al precio que el adquirente está dispuesto a pagar. Los ingresos de una empresa provienen de aportaciones voluntarias que se dan a cambio de algo. Al igual que no se puede obligar al consumidor a adquirir algo que no desea, tampoco se puede obligar a nadie a dar dinero a la empresa. Esto tiene como consecuencia que la suma de todos los costes en que incurre la empresa en llevar a cabo las distintas transacciones y transformaciones que necesita para poner a disposición del cliente un bien o servicio, ha de ser inferior al precio que el adquirente está dispuesto a abonar. Esta situación obliga a la empresa a buscar formas cada vez más eficaces de emplear el dinero que los clientes, entidades financieras y accionistas le entregan, si pretende sobrevivir en un mercado cuyos únicos ingresos provienen de estas fuentes.

Por tanto, para que una empresa triunfe sólo necesita cumplir dos fines: satisfacer a los clientes y hacerlo de una manera rentable. Éstas son las dos tareas de la empresa, tan simples en teoría, y tan complejas de cumplir en la práctica. Todo lo demás no son más que instrumentos supeditados al cumplimiento de estos objetivos. Cualquier receta que olvide estos principios básicos fracasará sin remedio.

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