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Promesas, propiedad y contrato

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En la tesitura de enumerar las acciones contrarias a la libertad que debiera proscribir un código legal justo citamos, además del asesinato, la violación, el secuestro, el robo, el fraude o el allanamiento, el incumplimiento de contrato. Pero en ocasiones uno tiene la impresión de que se ha desvirtuado el auténtico contenido de este último punto por influjo del actual ordenamiento jurídico y que, con acierto desigual, algunos lo esgrimen de forma mecánica ignorando la relación que guarda con la libertad.

El inicio de la fuerza contra una persona o sus bienes constituye una agresión. La fuerza sólo puede emplearse legítimamente como respuesta a una agresión. De este modo, si se arguye que es legítimo obligar al cumplimiento de los contratos o exigir restitución por infringirlos debe poder demostrarse que al violar un contrato estamos iniciando la fuerza contra una persona o sus propiedades. De lo contrario la fuerza empleada para hacerlo cumplir o para obtener una compensación sería en sí misma agresiva, pues no respondería a ninguna agresión previa. Imaginemos que un individuo firma un contrato con una empresa por el cual se compromete a trabajar para ésta durante cuatro años. Transcurrido el primer año el individuo decide abandonar la empresa y marcharse a otra, rescindiendo unilateralmente su acuerdo.¿La empresa tiene derecho a obligarle a trabajar para ella durante los tres años restantes o a exigirle una compensación económica? ¿En qué sentido puede decirse que este individuo ha cometido una agresión contra alguien? Sería circular responder que la agresión es la violación del contrato, pues precisamente la pregunta es por qué la violación del contrato en este caso supone una agresión. ¿Ha empleado la fuerza contra alguna persona?¿Está en posesión ilegítima de alguna propiedad? Imaginemos el caso de dos personas casadas que se han prometido fidelidad mutua. ¿Sería punible el adulterio? Si uno de los dos fuera a acostarse con un tercero, ¿podría impedírsele por la fuerza? ¿Podría exigírsele restitución si hubiera cometido la infidelidad?

Existen dos teorías de contrato distintas y sólo una de ellas es coherente con los principios de una sociedad libre. La legislación actual toma elementos de ambas, y ese es el motivo por el cual no todas las transgresiones de lo que hoy se considera un contrato vinculante son censurables desde un punto de vista liberal. De acuerdo con el modelo de las expectativas un contrato es una convención que sirve para garantizar que uno obtiene aquello que espera de otro por haberlo éste prometido. ¿Pero de dónde se sigue el derecho a que otros satisfagan las expectativas que nos hemos formado a partir de sus promesas? Continuamente actuamos esperando que los demás procedan también de una determinada manera, planificamos nuestras vidas a largo plazo e incurrimos en gastos esperando que las circunstancias nos sean favorables. Así mismo a veces nos abstenemos de actuar de un modo concreto por precaución frente a la incertidumbre o rechazamos los consejos de alguien en quien no confiamos. ¿Por qué entonces las expectativas que se desprenden de los contratos deben ser forzosamente satisfechas? Podría responderse que por tratarse de un contrato las expectativas generadas son más razonables y que por eso debe ser vinculante, pero, como apunta Stephan Kinsella, es el hecho de que estos contratos sean vinculantes lo que hace que la gente tenga mayores expectativas. Lo cierto es, con todo, que el afán por forjarse una buena reputación ya es normalmente un incentivo suficiente para cumplir las promesas, al margen de toda actuación judicial. Pero lo fundamental es entender que la violación de contrato, para considerarla contraria a la libertad, debe atentar contra una persona o sus bienes, no contra sus expectativas.

El segundo modelo, defendido por Evers, Rothbard o Kinsella, es el de los títulos de propiedad transferibles. Bajo este modelo los contratos no son instrumentos para satisfacer expectativas, sino para traspasar derechos de propiedad sobre bienes alienables. Se trata de una fórmula a través de la cual el propietario transfiere los títulos, en general, manifestando su voluntad al respecto. Una vez el propietario ha expresado su voluntad de que el título se transfiera el título pasa a ser, de facto, propiedad de otro. La transferencia puede ser condicional, como sería el caso de un empresario que se compromete a pagarnos un salario a condición de que realicemos una labor concreta (si el empresario, una vez realizada la tarea, se negara a pagarnos, estaría reteniendo un montante que nos pertenece). Los condicionantes pueden ser numerosos, y no siempre son explícitos. También pueden ser bilaterales para que haya garantías de que nadie va a retirarse del acuerdo sin entregar una compensación (el organizador de un concierto, por ejemplo, puede pactar con el cantante la condición de que si no se presenta deberá transferirle una compensación por todos los gastos en los que ha incurrido). Vemos, por tanto, que la violación de un contrato en el que se transfieren títulos sí constituye una agresión, pues el infractor retiene la posesión de algo cuya propiedad ya está transferida.

La distinción entre los dos modelos es fundamental. Una mala comprensión de la institución del contrato podría dar pie a que desde el liberalismo se condenaran actos legítimos como el adulterio o la deserción.

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