Skip to content

Sacerdotes de hoy y de siempre

Compartir

Compartir en facebook
Compartir en linkedin
Compartir en twitter
Compartir en pinterest
Compartir en email

Durante la educación elemental consiguen grabarnos a fuego la maldad intrínseca del sistema piramidal y los estamentos del Antiguo Régimen, en contraposición a las conquistas democráticas que pusieron los modelos de las organizaciones políticas que hoy sufrimos. Sin duda un éxito de la propaganda revolucionaria, primero, y marxista, más tarde.

Una aproximación crítica, en cambio, debería, cuando menos, poner en duda que el hombre lograra subvertir aquella pirámide y romper las cadenas roussonianas que le impedían ser libre. No hubo liberación, sino más bien sustitución. Los privilegios, en lugar de abolirse, han llegado a ser el monopolio de una casta que no admite competencia. La pirámide, en lugar de derruirse, fue simplemente reestructurada y ocupada por otros. Ya no hay estamentos, sólo clase política y ciudadanía pasiva.

Éste es un proceso que ha corrido parejo a la estatalización de la política, un paso más en la eliminación de contrapesos que terminaban por fin con la poliarquía medieval al haber concentrado primero todo el poder en la monarquía absoluta y que, al sacralizarse hasta el actual Estado democrático, convierte al gobierno-legislador en una apisonadora sin que haya ningún otro poder interno capaz de desafiarlo. Finiquitada la última barrera al despotismo, que era el sometimiento de los soberanos a un derecho divino que, sin asegurar su recta conducta, según Madariaga, “implicaba responsabilidad ante Dios, la más exigente de las responsabilidades”, ya no quedarán estamentos pero sí privilegios. La nueva clase política concentra los privilegios anteriores y los concentra en sus manos, basando la nueva pirámide en las prebendas que recibirán los ciudadanos-súbditos en forma de derechos, derechos que no les pertenecen a ellos en tanto que hombres, sino sólo como ciudadanos. Y todo lo que se da pero no pertenece por derecho propio puede ser arrebatado con la misma facilidad.

Así pues, la clase gobernante es ya una casta de privilegiados que no solo controla y gestiona instituciones de gobierno sino que también toma las riendas del ordenamiento moral de la sociedad. La religión es enemiga del buen ciudadano que sólo puede guardar una lealtad, la del Estado. La democracia como fin y no como proceso es la nueva religión y los sacerdotes no son ya un estamento diferenciado sino los mismos políticos.

La función sacerdotal ha permitido a lo largo de la Historia mantener diferentes órdenes sociales, un lenguaje propio sólo apto para los iniciados, para interpretar una realidad que sólo ellos entienden y en la que el resto de ciudadanos deben confiar con fe ciega. Se trata de una realidad tan antigua como el mismo ser humano, desde los brujos que controlan la tribu por su comunión con los antepasados, pasando por la opacidad monacal de la Edad Media hasta esta nueva religión laica. Cambian los dioses pero se siguen necesitando intérpretes, sólo que en el actual momento de teórico progreso y avance de la civilización los nuevos sacerdotes pueden legislar sobre lo público y lo privado, sobre lo terrenal sin ningún tipo de límite, salvo la ciega confianza en la democracia, que en Weimar demostró ser incapaz de sobreponerse a la tiranía.

La selección de las elites basada en una meritocracia controlada por el escrutinio público es una fantasía allí donde la democracia es prácticamente ilimitada y no existen controles constitucionales capaces de frenar el despotismo del poder. Los méritos se reducen en el populismo a conseguir enamorar a la ciudadanía y una vez conquistado el poder se puede hacer cualquier cosa con el único límite de la propia conciencia, lo que en muchos casos es insuficiente. Dentro de la nueva élite sacerdotal el acceso es limitado, solo quienes no desafíen los dogmas impuestos pueden acceder al episcopado democrático y convertirse en los intérpretes máximos de la Ley, por encima de tradiciones y tribunales de justicia.

Esto es, de hecho, el resultado buscado o imprevisto de cualquier intento de reorganizar la sociedad de una forma centralizada; la consecuencia imprevista por las buenas intenciones que prometen el paraíso en la tierra y lo más que consigue es crear purgatorios terrenales en los que los impíos de la religión cívica deben reconvertirse y obtener el perdón de los vicarios de la democracia en la tierra.   Pese al paso del tiempo y diferencias, son los sacerdotes de hoy y de siempre.

Aún no hay comentarios, ¡añada su voz abajo!


Añadir un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Más artículos

H.L.A. Hart y la separación entre Derecho y Moral

En nuestras entregas anteriores, nos referimos a las críticas de H.L.A. Hart sobre la Teoría Imperativa del Derecho (mejor sintetizada por John Austin), y quedaba pendiente exponer cómo Hart, por