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Sofismas económicos del siglo XXI

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Dicen que Protágoras, señalado por Platón como el primer sofista de la historia, aceptó como alumno a un joven sin recursos con el compromiso de que pagara sus servicios cuando ganara el primer litigio. Pero, pasado el tiempo de formación, el pupilo no ganaba ningún juicio. La razón era que no aceptaba litigios. Así que Protágoras le demandó presumiendo mala fe por parte del alumno. El juez fue incapaz de proclamarse al respecto dado que si le daba la razón al alumno, entonces éste debería pagar a Protágoras por haber ganado un juicio y si, por el contrario, Protágoras ganaba, el alumno tenía que pagarle igualmente por haber actuado de mala fe.

Este ejemplo, sea leyenda o historia real, muestra en qué consistía la habilidad de los sofistas. Normalmente, hoy en día, le atribuimos al término sofisma un significado peyorativo, ya que presuponemos que se defiende una falsedad haciéndola aparecer como cierta mediante el arte de la retórica, o simplemente de la palabrería.

Los sofismas no son algo de épocas pasadas alejadas de nuestro moderno siglo XXI, más bien al contrario, vivimos en un mundo que se sustenta en falacias resistentes a todo defendidas por personas con formación impecable. Se pregunta Steve Horwitz en su blog The Austrian Economists cuáles son las falacias económicas más persistentes y que más necesitan ser corregidas, tanto desde un punto de vista teórico como desde uno práctico. Las respuestas de Horwitz y las de sus comentaristas llevan a una fructífera reflexión. Solamente entresaco algunas que me han llamado la atención.

«El consumo, más que el binomio ahorro/ inversión, es la fuente del crecimiento económico». La idea de que si cae el consumo el cielo se desplomará sobre nuestras cabezas porque los empresarios tendrán menos beneficios es, hoy más que nunca, uno de los sofismas más dañinos de la historia económica reciente. El consumo es la manera en que se absorbe la riqueza, pero no la genera. Es la expansión de los bienes de capital lo que fortalece la estructura productiva del país y, a la larga, crea riqueza. Sin embargo, nuestros gobernantes, siguiendo las doctrinas keynesianas, se empeñan en tomar medidas ante la crisis que aseguren una menor caída del consumo y olvidan que quienes permiten que se genere ese consumo son quienes invierten en bienes de capital.

«La avaricia es la causa de los precios». Art Carden, quien aporta este sofisma moderno, explica que, además de las medidas perniciosas que conlleva esta creencia errónea, como el control de precios, etc., hay un efecto de mayor calado. Las decisiones respecto a la producción y la asignación de recursos no deben dejarse en manos de cualquiera no vaya a ser un egoísta con ánimo de lucro, tienen que tomarlas los planificadores, superiores moralmente, incorruptibles, exentos del vicio de la codicia y un ejemplo a seguir. Carden, da una vuelta de tuerca más y plantea que esta clase que se considera moralmente superior utiliza a quienes desean lucrarse, a los «egoístas», para implementar su utopía igualitarista.

Esta idea me trae a la memoria la discusión que tuve con un amigo acerca de si educamos a los niños en el egoísmo o en el igualitarismo. ¿Qué pensaríamos de un padre que aconseja a su hijo antes de ir al parque que organice un grupo con sus amigos para quitar por la fuerza los juguetes a los niños más ricos para dárselos a quienes no tienen? ¿Qué apelativo dedicaríamos a quienes defendieran que el resultado del esfuerzo de los empollones debería repartirse con quienes tienen menos capacidad? ¿Por qué no compensar a los alumnos que tienen déficit de voluntad, es decir, a los vagos?

Lo que enseñamos a los niños desde siempre es que hay reciprocidad «tu prestas y te prestan», les enseñamos a intercambiar cosas valiosas (cromos, canicas, tazos…) como medio de redistribución, les enseñamos altruismo voluntario, a no aprovecharse del esfuerzo ajeno copiando en los exámenes. Pero de mayores jugamos al sueño igualitario.

Hay otro sofisma económico moderno con muchas ramificaciones perniciosas:

«El mundo (y, por ende, los fenómenos económicos) es estático». Esa idea conduce a las políticas que promueven la sostenibilidad. Los mercados son inestables, la naturaleza es inestable, es necesario diseñar un plan para estabilizar los mercados, para asegurar que tenemos planeta para rato. Pero lo cierto es que vivimos en un mundo en permanente proceso de cambio, nuestra naturaleza humana nos hace imprevisibles (a unos más que a otros), y pretender que se pueden sacar conclusiones acerca de sistemas dinámicos mediante un análisis estático en lugar de estudiar los procesos de mercado es una barbaridad. Y eso es lo que se enseña en las facultades de economía en general.

A nadie se le escapará que fue Frédéric Bastiat antes que yo quien escogió el título Sofismas Económicos (1845) para uno de sus primeros escritos. En él, el economista francés (nunca suficientemente reconocido) intentó señalar los errores más comunes que se esgrimían contra el libre cambio a mediados del siglo XIX. En la introducción, Bastiat explica que los intervencionistas tienen una ventaja sobre los defensores de la libertad que pone las cosas más difíciles. Para sustentar sus malas políticas no necesitan sino verdades incompletas, que son asimiladas por el público común fácilmente y arraigan con fuerza. Nuestra misión es desmontar esas medias verdades que generan errores de larga duración aunque ello nos cueste áridas explicaciones. Como dijo Bastiat, «destruir un error es edificar la verdad contraria».

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