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Tolerancia y cambio climático

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El siglo XVI fue una centuria en que el sentimiento religioso se avivó por toda Europa. A fin de evitar influencias perniciosas en las conciencias de los súbditos de cada gobierno surgieron diversas Inquisiciones que aumentaron su poder y sus atribuciones. Los eclesiásticos (tanto si eran teólogos, juristas o docentes) constituían la aristocracia intelectual de entonces encargada de dirigir las almas convenientemente.

Los herejes eran castigados por considerárseles no sólo como disidentes religiosos, sino como enemigos de la seguridad del Estado. Las penas más usuales eran la prisión temporal o perpetua y los castigos corporales; todas llevaban aparejada la confiscación de bienes que pasaban al erario real para, entre otras cosas, pagar a los funcionarios de la Inquisición respectiva. La pena más atroz era la muerte en la hoguera.

A pesar de ello, se formaron siempre y en todo lugar núcleos de disidentes. Fue precisamente en el siglo XVI cuando diversos humanistas –Nicolás de Cusa, Erasmo de Rótterdam, etc.– empezaron a reclamar por primera vez tolerancia hacia las minorías en cuestiones de fe. Años después, el judío racionalista Baruch de Spinozaafirmaría en su Tractatus theologico-politicus de 1670 algo verdaderamente revolucionario (entonces y hoy): que la libertad era indispensable para el progreso de la ciencia y el arte. Con la Ilustración el concepto de tolerancia se ampliaría del ámbito teológico al ámbito civil.

En su obra Sobre la Libertad (1859) J. S. Mill, columbraba el peligro de un poder gubernamental represivo y la amenaza de una tiranía de la mayoría, comola opinión pública, que tendía a ser muyintolerante sobre todo cuando se ponían en tela de juicio "opiniones y pasiones dominantes". Con estos mimbres, el Estado liberal fue asentando finalmente las bases jurídicas de un orden menos opresivo para el disidente.

La idea actual del cambio climático antropogénico (por la mera acción humana) pese a ser una opinión dominante, no es en absoluto una evidencia científica en contra de lo que quieren hacernos creer sus defensores. Es una mera hipótesis sometida a diferentes críticas. La más reciente se ha mostrado en las numerosas ponencias de la conferencia internacional de Nueva York organizada por el Instituto Heartland sin dinero público de ningún tipo y en la que ha participado, entre otros, el Instituto Juan de Mariana.

La intolerancia mostrada actualmente por los nuevos eclesiásticos (políticos profesionales, docentes o periodistas) hacia los escépticos o descreídos (herejes) que no comulgan con los catastrofismos del cambio climático y sus respuestas políticas me recuerda demasiado peligrosamente a la ejercida por las numerosas órdenes de predicación (hoy algorianos, ecologistas, neo-malthusianos o intelectuales anti-mercado) que propagaban sus inflexibles dogmas siguiendo los dictados del Concilio de Trento (IPCC de las Naciones Unidas).

El cambio climático, por lo demás, es una tautología pues éste no hace otra cosa que cambiar permanentemente. Se trata, pues, de una redundancia superflua pero muy útil al constituir una proposición que necesariamente es verdadera, con independencia de que la interpretación de sus causas represente o no un hecho real.

Con la ayuda del brazo secular del poder civil (gobiernos varios) ahora no hay castigos físicos, pero sí imposiciones coactivas a todo el planeta mediante restricciones, derechos de emisión e impuestos (confiscaciones) a favor del Estado (erario real) y sus adláteres (empresarios políticos). Todo vale para defender la nueva religión (antes llamada calentamiento global en el antiguo testamento ecologista) sustentada por adoradores de subvenciones mil millonarias destinadas a financiar fuentes energéticas antieconómicas.

Una muestra de intolerancia de las muchas que pueblan los mass media: comprobemos a dónde quiere enviar el presidente onusino del IPCC a los escépticos del cambio climático (a otro planeta). Todo un ejemplo de debate científico y convivencia con los que no acatan su credo.

Los irreverentes incrédulos de luchas colectivas para crear un orden construido tienen, por descontado, su merecido sambenito: son los negacionistas. (1,2). Faltaría más.

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