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Turgot, sobre la tolerancia religiosa

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El 15 de junio de 1775, en Reims, Luis XVI celebraba su coronación. No era dueño del todo de las palabras que formarían parte de su juramento, un conjunto de promesas hechas ante Dios, ante la Iglesia y ante sus súbditos. Formaban parte de una acuñación tradicional que, simplemente, había heredado. Pero cuando llegó a la mención de su compromiso de «exterminar» a «los herejes condenados por la Iglesia», su voz se apagó y lo que dijera quedó sólo para sus oídos.

Había seguido el consejo de Anne Robert Jacques Turgot. Este autor se había destacado desde hacía dos décadas por su encendida pero razonada defensa de la «tolerancia cívica». Su primera obra publicada es un folleto, Le conciliateur, escrito en 1754. Aborda un conflicto del momento de los obispos franceses con los protestantes y con los jansenistas. También con el Parlamento de París, que pese a su nombre era entonces más un juzgado que lo que hoy entendemos por Parlamento.

En ese pasquín imagina cuál sería el mensaje del Rey, que entonces era Luis XV, hacia cada uno de los grupos en contienda. De todos ellos reconoce su competencia o su situación a los ojos de un rey católico. A los protestantes les miraría con aflicción por su desvío de la verdadera fe, a los jansenistas diría que le gustaría ver una Iglesia sin divisiones, se referiría a los obispos que respeta y asume sus juicios y espera del Parlamento que sepa armonizar su autoridad con la del Rey.

Pero a todos ellos expone cuáles son los lindes de su competencia. Lo que está asentando Turgot, que no es sino el reconocimiento de una realidad, es el principio de que hay varias jurisdicciones, cada una de ellas sobre ámbitos distintos. A los protestantes les dice: «someteos a las leyes (…), y recibiréis de mí la misma protección de que disfrutan el resto de los súbditos». «Todo lo que me concierne», dice a los jansenistas, «es ver que disfrutáis de vuestra vida con tranquilidad como ciudadanos. Es sólo a este respecto que me intereso por vosotros. No temáis ni el exilio ni el castigo ni la prisión».

En una segunda carta, escrita en 1764, parte de las palabras y los hechos de Cristo para recalcar la idea de que hay dos ámbitos distintos, uno espiritual y eterno, otro terrenal y pasajero. Por ejemplo, dice que Jesús «no instruye a sus discípulos que imploren la asistencia de los reyes para perseguir a los no creyentes, a emplear la autoridad humana para hacer conversos». Y cita sus palabras: «Mi reino no es de este mundo». Los primeros Padres de la Iglesia, por su parte, «no pedían a los príncipes paganos que hicieran del evangelio la ley del imperio. Sólo pedían libertad para profesar su religión». Da un paso más en la historia para decir que «cuando los príncipes se hicieron cristianos, los obispos, para inmiscuirse en los asuntos de Estado, pidieron que sus decisiones formaran parte de las leyes del reino. Los príncipes, bien por celo, bien por propio interés, accedieron a ello, imaginando que con ello adquirirían mayor autoridad sobre los súbditos. Este paso fue perjudicial para ambas partes».

Sigue insistiendo en la llamada «separación de Iglesia y Estado», que no es sino un reconocimiento de que no hay una única jurisdicción enorme, la del Estado, sino que hay al menos dos, cada una con su propio ámbito. «Debemos volver a los orígenes de las cosas», dice Turgot. «Veremos a la religión, como debe ser, separada del gobierno; la Iglesia ocupada de la salvación de las almas; el imperio ocupado con el bienestar de la gente; la una y el otro teniendo sus propias leyes distintas, como lo son las cosas del cielo de las de la tierra».

¿Por qué hay que volver a los orígenes? ¿Por qué esa confusión de jurisdicciones es perjudicial para ambas? Porque reconoce que hay una división natural en la sociedad por lo que se refiere a las creencias religiosas. Y añade: «Rezo al cielo para que se restituya la paz en la Iglesia. Pero sería un mal para mí si esas divisiones se arrastrasen al Estado». En un texto escrito para Luis XVI sobre la tolerancia, que comienza haciendo referencia al consejo que le dio de no pronunciar parte del juramento en su coronación, hace referencia a este hecho natural que es la diversidad de creencias. «No todo el mundo concuerda en reconocer la revelación divina, y aquéllos que la reconocen no están de acuerdo en la interpretación de sus revelaciones particulares. Es bien conocido que hay sobre la faz de la tierra una multiplicidad de religiones, los devotos de las cuales creen que aquélla que profesan es la única que es obra de la Divinidad, y la única agradable a Él».

De modo que hay una distinción de jurisdicciones y una diversidad natural de creencias. Pero Turgot tiene aún un nuevo argumento para pedir que prevalezca la tolerancia. Y son los efectos que tiene la persecución sobre el propio individuo. Si por un lado esa persecución «arrastra», como él dice, las divisiones naturales de la sociedad al Estado y genera conflictos, por el otro sólo crea tormento en los perseguidos, sin tener el efecto deseado.

«Los hombres, para sus opiniones, sólo desean libertad. Si se les priva de ella, estás poniendo un arma en la mano», dice en su carta de 1764. «Dales libertad, y estarán tranquilos, como los luteranos en Estrasburgo. De modo que es la misma unidad en la religión que queremos imponer y no la diferencia de opiniones que toleramos la que produce problemas y guerras civiles».

Y sobre los efectos en la conciencia individual, insiste Turgot con gran ahínco en su carta a Luis XVI: «Si hay una religión verdadera, si Dios pide cuentas a cada hombre de lo que ha creído y practicado, si una pena eterna será el pago por rechazar la verdadera religión, ¿cómo podemos pensar que cualquier poder sobre la tierra puede tener el derecho de obligar a un hombre a seguir otra religión distinta de la que él cree verdadera en su alma y su conciencia?». Esa conciencia, ese espacio íntimo que guarda una relación directa con la Divinidad (no es en vano que la palabra religión venga de re-ligare), está más allá del poder terrenal. Y lo más que puede conseguir, aunque no siempre, es que adapte su comportamiento a los deseos del Estado, pero no puede asegurar que acabe siendo un verdadero creyente. La España moderna es clara ilustración de ello.

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