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Un año de participación política

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Me cabe el honor de redactar el último comentario del año, así que espero me perdonen si comienzo haciendo balance de lo que ha sido para mí un año de gran participación política. Quién me iba a decir a mí en marzo de 2004 que terminaría convirtiéndome en un aficionado a eso que los compañeros de profesión llaman "participación no convencional".

Aparte del sufragio y de las firmas de manifiestos, peticiones y cartas a políticos de diversos partidos, la panoplia de modalidades políticas en las que este año he participado incluyen manifestaciones, concentraciones e incluso algún viaje, algo de lo que mis amigos más viejos todavía se maravillan y algunos miembros de mi familia lamentan profundamente.

Si hace unos años me hubieran hecho la típica encuesta de participación política, el resultado me habría colocado dentro de la categoría que los expertos denominan "apatía" o "ciudadanía pasiva". Ahora soy un auténtico ciudadano, metido en causas diversas y en algún que otro berenjenal del que gracias a Dios he salido airoso. Todo eso viene a colación de dos hechos verificados por la Ciencia Política empírica y que hasta hace poco tiempo me costaba creer, aunque la participación y observación directas de los últimos meses me han hecho cambiar de opinión.

Primero, que el aumento en los niveles agregados de participación política no significa que haya más personas haciendo más cosas, sino que, más allá de un pequeño aumento en el número de ciudadanos que decide participar, son las mismas personas las que incrementan la cantidad de sus actos políticos. Es decir, que la democracia participativa es una quimera, y que la apelación sistemática a ella puede derivar en demagogia, populismo y fraude, pues sigue siendo una minoría la que decide por los demás. El peligro para el Estado liberal y de Derecho, que por muy poco liberal que sea consagra unas libertades individuales que ninguna mayoría puede abolir, es que se convierta en el poder del que grita más alto.

Por suerte para todos, las protestas organizadas contra algunas medidas del actual Gobierno se han llevado a cabo de forma pacífica. Sin embargo, no puedo dejar de preocuparme por la "ecuatorianización" de la política española, es decir, el recurso sistemático a la manifestación en la calle como forma de expresión de la oposición al Gobierno. Que unos –por ejemplo la AVT y el Foro de Ermua– lo hagan para pedir libertad y que otros –independentistas catalanes y vascos– lo hagan para reclamar justo lo contrario no es óbice para señalar que el traslado de la política a la rúa indica que algo falla en nuestro sistema de deliberación y de separación de poderes.

Esto me lleva al segundo fenómeno, sobre el que ya llamara la atención Huntington hace la friolera de treinta años. La politización de la sociedad no es necesariamente un síntoma de consolidación democrática, sino que a menudo indica justo lo contrario, un estado de regresión o involución democrática.

Que el cinismo y la impotencia son características típicas de la cultura política española es algo en lo que coinciden la práctica totalidad de los sociólogos de nuestro país. Sin embargo, cuando este parroquialismo, muy diferente del civismo que ha caracterizado otras sociedades (confianza en el sistema, sensación de eficacia política personal, respeto por los valores de la democracia liberal…) se combina con la superpolitización y el recurso a la participación política no convencional, la sociedad se hace más receptiva a los mensajes de los salvapatrias, y por ende más vulnerable a renunciar a las libertades individuales en aras de la tutela aparentemente benevolente del Estado.

Como en el caso de las pensiones privadas, que proporcionarían más ingresos a los jubilados a cambio de menos años de trabajo, también la reducción del poder del Estado en ciertas áreas, o al menos la descentralización efectiva –no me refiero a la creación de 17 mini estados hiper intervencionistas, sino al aumento de la capacidad de elección de los ciudadanos, que pasa por la reducción de la burocracia estatal, la disminución de los impuestos y la reforma del sistema electoral– podría conllevar a la larga una disminución de la politización, pues el ciudadano podría hacer con su dinero y su iniciativa empresarial lo que no consigue con su voto. No hablo de menos democracia a cambio de más libertad, sino de más democracia y muchísima más libertad. Un juego en el que todos saldríamos ganando.

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