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Confesiones liberticidas de un diputat

Publicado en Libertad Digital

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No es que quepa esperar mucho de los políticos, salvo acaso alguna puñalada trapera por la espalda. Su modus vivendi es la coacción y la represión; a diferencia de los empresarios, no se mueven en un contexto de cooperación social y voluntariedad. Su mundo es la utilización de los mecanismos policiales del Estado para dar rienda suelta a sus fantasías totalizadoras.

Aun así, la discusión sirvió para que, de modo educado, ambas partes fijáramos nuestra postura. Al menos no podemos negar la desgarradora sinceridad de algunos socialistas. Luego no podremos decir que no nos han avisado.

El Estado, custodio de la palabra

El Estado lleva siglos esquilmando y moralizando a la población. Lejos de permitirle un desarrollo apacible y pacífico, los estatistas se han afanado por imponer a los individuos su modelo de convivencia. Nos han expropiado nuestras casas, nuestras tierras y nuestras rentas; nos han prohibido tomar ciertos productos, a los que han tachado de nocivos; han impuesto y reglamentado los términos de los contratos privados; han nacionalizado los sistemas de transportes, planificando nuestros desplazamientos; han bloqueado nuestras compras al extranjero; han provocado guerras, genocidios y matanzas varias; han limitado la oferta de suelo, encareciendo el precio de la vivienda, y han creado sistemas de educación pública y obligatorios para adoctrinar y arrebatarnos a nuestros hijos.

En definitiva, el estatismo ha llegado a planificar hasta el último detalle de nuestra existencia, alcanzando unos niveles de asfixia que sólo los más serviles están prestos a aceptar.

ncluso en medio de tanta desolación liberticida, uno se creía capaz de gritar, como Blas de Otero, que nos queda la palabra. En realidad, también los socialistas se habían apropiado de la palabra, al nacionalizar el espacio radioeléctrico, pero en cierto modo todos nos consolábamos creyendo que, por muchos garrotazos que nos propinara el Estado, podríamos sollozar y protestar.

Pues no. Los estatalistas han llegado a la conclusión de que el Estado debe velar por la veracidad de las opiniones. Como dice Donaire: "La libertad de información es un derecho atribuible a los informadores, pero sobre todo a los ‘consumidores’ de la información (…) [que] tienen derecho a la información y a que la información sea veraz".

La palabra no pertenece al emisor, sino al receptor. Todo oyente tiene derecho a exigir al comunicador que no le mienta, que no se equivoque, que no ofrezca una información que perjudique al poder político. Se acabó el hablar de manera espontánea; los políticos nos marcan la pauta exacta de nuestras palabras para proteger a "los consumidores de información" de la falta de veracidad: "No podemos ‘vender’ opiniones como si fueran informaciones. Las informaciones deben ser veraces y las opiniones, por su propia definición, no".

¿Pero qué significa "veraz"? No, no se equivoquen; ni siquiera estamos hablando de que la información sea cierta, sino de que el comunicador se haya comportado de manera diligente en el momento de obtener la información.

Si el monopolio de la verdad ya resulta espantoso, el monopolio estatal de la veracidad pone los pelos de punta. Las burocracias políticas tienen poder para acallar a los medios de comunicación siempre que, según su particular opinión, no se hayan comportado de manera diligente. Los medios afines que mientan pueden no ser sancionados por haber obrado diligentemente, y los medios disidentes que digan la verdad sí podrán serlo, si los burócratas juzgan que no se han portado "bien". ¿Imaginan una mayor arbitrariedad?

De esta manera, el Estado se cubre las espaldas; a través de los Consejos Audiovisuales, los políticos pueden silenciar a todo aquel que les resulte molesto: "Se puede pensar que en determinados casos extremos en los que de forma reiterada se vulneran los principios que avalaron una determinada licencia, un organismo pueda emitir un juicio al respecto". Las licencias las han dado para que se canten sus alabanzas, para que se aplauda sin rechistar; la reiterada oposición debe ser acallada.

No nos queda ni la palabra, pues ésta resulta supervisada por un tribunal inquisitorial repleto de politicastros cuyo objetivo es expandir el Estado lactante, del que maman y engordan.

Los derechos de los consumidores de información son una patraña por la que nunca se han preocupado. El consumidor tiene derecho a escuchar lo que le plazca y a formarse una opinión a partir de la variopinta información que recibe. Lo cierto es que los políticos pretenden mascarle la información, mascársela hasta tal punto que su juicio quede anulado por los Consejos Audiovisuales.

Como también dice Donaire: "Sin ciudadanos informados no hay ciudadanos responsables". Y es que si los ciudadanos se informaran podrían acabar pidiendo más libertad y responsabilidad. Para eso se han instituido los Consejos Audiovisuales, para controlar la información que recibe el ciudadano y, así, su propia mente.

El pretexto del mal universal

Con todo, los políticos son conscientes de que los ciudadanos no aceptarán de buenas a primeras un recorte tan flagrante de libertades. Es necesario allanar el terreno para dar el gran golpe.

Cuando se quiere regular los precios de los alquileres, empezamos a oír hablar de los especuladores sin escrúpulos. Cuando se quiere aumentar los aranceles, sacan a colación la "invasión" de productos chinos. Cuando quieren incrementar los impuestos, terminan hablando de la ayuda a los más pobres.

En este caso, el diputat Donaire ha justificado así el control informativo del CAC: "Los organismos que supervisan los medios audiovisuales no son una rara avis, sino lo más normal del mundo".

La táctica consiste en convencer a la ciudadanía de que el Consejo Audiovisual es necesario porque el resto de países ya lo tienen. Si todos lo tienen, nos dicen, por algo será. El problema es que los defensores de la censura no suelen explicar en qué consiste ese "algo", o lo hacen en términos muy vagos, como ya hemos visto.

No es necesario ahondar en la evidente falacia de este argumento: si todos los países instituyeran el asesinato sumario de los disidentes, no por ello deberíamos abrazar tal medida.

Es más, lejos de extrañarnos, la creación internacional de Consejos Audiovisuales es una práctica del todo coherente con la estructura maligna del Estado. Al poder político le interesa, según hemos analizado, controlar la disidencia política. Su objetivo no expreso es que nadie proteste ante sus abusos de poder, que cuando nos apaleen asintamos gustosos.

Para ello es necesario recurrir a ciertas mordazas. La libertad de expresión es tolerada dentro de sus justos límites; no conviene que la gente se dé cuenta de cuán inútiles, innecesarios y dañinos son los políticos. En Cataluña, en España y en todo el mundo, los estatistas necesitan reprimir a aquellas personas que los incomodan.

Los políticos de uno y otro país, de uno y otro partido, cometen sus tropelías en común para justificarse mutuamente. No hay de que extrañarse: los delincuentes y las mafias también se coaligan para que sus crímenes sean más eficaces. Entre bomberos no se pisan la manguera; entre Estados absolutistas no se tiran los cetros a la cabeza.

Cuanto peor, mejor

Uno de los momentos más desesperantes del debate fue cuando Donaire fundamentó los Consejos Audiovisuales en el artículo 20 de la Constitución. El problema no es tanto si este artículo da pie o no a que se creen organismos censores, sino si debería darlo. Donaire opina que sí, y no parecía muy preocupado por ello.

Es más, según su punto de vista, el hecho de que la Constitución conculcara muchas otras libertades justificaba que también sirviera para agredir a la libertad de expresión:

"De hecho, nuestra constitución (sí, ya sé que replicarás que el PSC no cree en la constitución y bla, bla, bla) limita un montón de libertades en el capítulo de derechos y libertades: 21.2, 22.2., 22.4, 22.5, 28.2, 30.2, 33.3, 37.2… ¿Tenemos que cambiarlos todos?".

Como vemos, para los sirvientes del Estado la opresión es un argumento a favor de seguir oprimiendo, y no de relajar las cadenas. Dado que tenemos tan pocas libertades, ¿por qué escandalizarse ante la censura? Una represión más, una represión menos, ¿qué importa?

Lo sorprendente del caso es que este diputado se estaba regodeando de las múltiples restricciones a la libertad que están presentes en el articulado de nuestra Carta Magna, sin defender, ni un momento, la necesidad de reformar esos preceptos. Ya sabemos que la Constitución tiene que modificarse imperativamente para hacer referencia a la Unión Europea o para que reine la infanta Leonor; ahora bien, toda urgencia de reforma desaparece cuando de lo que se trata es de expandir nuestras libertades.

Cuanto peor sea el estado de nuestra libertad, mejor se encontrarán los políticos. Cuanto menor sea nuestra autonomía, mayor será el poder del Gobierno para dirigir nuestras vidas. Los Consejos Audiovisuales, con su declarado objetivo de controlar las palabras de todos los individuos, son un decidido paso hacia delante en la totalización del Estado.

Como dice Donaire: "Un laisez faire [sic] condescendiente, me lleva plantearme [sic] los límites de la opinión y la información". Los políticos no pueden tolerar la libertad: el laissez-faire, el dejar hacer, debe estar constreñido y limitado por sus subalternos. Una información descontrolada es una información peligrosa para el poder.

Una vez las voces críticas hayan sido amordazadas, so pretexto de no ser veraces, la única alternativa que nos quedará a los individuos será regresar a la caverna de la incomunicación y arrodillarnos ante el refundido Nodo. Y es que la única expresión que quieren oír los políticos con la mayor de las veracidades es: "Sí, bwana".



* Concretamente, en estas dos anotaciones.

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