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Cuatro propuestas para una hoja de ruta

Publicado en El Español

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Hay que testar el mayor número de personas, varias veces si es necesario, para acabar con la parálisis económica.

De todos es sabido que ningún economista dispone de una bola de cristal con la que adivinar el futuro. Nuestras predicciones son limitadas, nuestros instrumentos, imperfectos y nuestros sesgos, humanos. Preguntado acerca de si ésta es la peor crisis de la historia, el profesor Carlos Rodríguez Braun respondía con prudencia que, puesto que estamos en pleno desarrollo de la pandemia, no podemos decir mucho acerca de la crisis. Será cuando la sobrepasemos cuando podremos analizar con mejor juicio lo que vivimos ahora.

A pesar de ello, me atrevo a ofrecer con toda la precaución y humildad del mundo cuatro puntos de apoyo que pueden servir de reflexión a tener en cuenta a la hora de trazar una ruta económica.

En primer lugar, hay que considerar qué cualidades necesitan desarrollar los gestores de la crisis, que somos todos. Tanto los gobernantes, como los empresarios, trabajadores y los ciudadanos, en general, vamos a tener que aprender.

Cuando se estudia el liderazgo en un entorno cambiante, en seguida aparece el término VUCA, que es el acrónimo en inglés de qué define el propio entorno: volatilidad, incertidumbre, complejidad y ambigüedad. Y lo que nos ha tocado vivir en estos meses es la expresión superlativa de un entorno VUCA.

Por ello, me parece relevante tener en cuenta el otro significado de este acrónimo y que apunta a las habilidades que hay que cultivar, no sólo para sobrevivir, sino también para aprovechar las oportunidades que ofrece esta situación excepcional: visión, comprensión de la situación, claridad y agilidad. Lamentablemente, no encuentro en los actos del Gobierno, y dejo aparte las palabras porque se las lleva el viento, rastro de estas cuatro virtudes.

Pido sustentar las palabras con acciones. Pido claridad y transparencia en los datos, que no se den aquellos que no se pueden saber a ciencia cierta. Pido no justificar acciones en estudios científicos que no sustentan ni lo dicho ni lo hecho. Pido respeto a los modos y a las instituciones democráticas.

En segundo lugar, me parece imprescindible tener siempre presente que la crisis económica y la sanitaria son una. Y, por eso, el confinamiento por sí solo no sirve. Hay que testar el mayor número de personas, varias veces si es necesario, para acabar con la parálisis económica. Porque no sería extraño que hubiera un repunte, o que, a falta de la vacuna en los próximos meses, el coronavirus se presentara en oleadas, probablemente de menor intensidad, pero cuya curación va a costar dinero. Y hay que estar preparados.

Por eso la segmentación de la población en función de la vulnerabilidad, de la actividad, del contacto con el virus, permite que los ciudadanos sanos puedan trabajar, siempre con protección; que los trabajadores que desarrollen síntomas se queden en casa y, si es necesario acudan a los hospitales. La economía funcionaría a baja velocidad y el sistema sanitario no se colapsaría. Pero tras 30 días, la realización segmentada y masiva de test en España es un sueño.

En tercer lugar, creo que es fundamental que aceptemos que todos los gobiernos van a tener un aumento espectacular del gasto público. No porque estemos en una economía de guerra, afortunadamente. No se están destruyendo fábricas, carreteras, estaciones de tren o ciudades. Se le parece. Porque, aunque en diferente grado, las economías nacionales están paralizadas.

Las cadenas de valor están quebradas y habrá que hacer un esfuerzo para reactivar la economía y para ayudar a quienes se están quedando por el camino. Por eso, tal y como pedimos en el Manifiesto por un Estado Libre y de Derecho, creo que hay que ser muy rigurosos con el destino del gasto.

Hay que extremar la eficiencia de cada euro empleado. Eso implica reducir al máximo el gasto público espurio, desgrasar el pesado presupuesto que adolece de duplicación de partidas, que mantiene demasiados asesores externos, empresas nacionales deficitarias, organismos ineficientes, subvenciones cuyo objetivo es electoralista, etc.

El politólogo y profesor milanés, Alberto Mingardi, publicaba recientemente un artículo en CapX, en el que proponía un bono lombardo. Su idea es muy interesante. Lombardía es la región más afectada por el Covid-19. También es la región más productiva de Italia desde hace décadas. Representa el 22% del PIB del país y la mayoría de las exportaciones italianas que, en el período 2008-2018 incrementaron casi un 17%.

Mingardi propone confiar en los creadores de riqueza, los buenos pagadores, en las economías afectadas pero con músculo suficiente como para aguantar el tirón. Si la Unión Europea respalda esta opción, que entraña mucho menor riesgo que un bono español, por ejemplo, no sería una mala salida. Yo animaría a comprar bonos lombardos. Por desgracia, las peticiones de los países de hábitos extractivos más que productivos, van por otro camino. La deuda va a lastrar nuestra economía si no cambiamos la mentalidad.

Finalmente, hay que aprender de nuestro pasado. La recuperación económica más sobresaliente de nuestra historia reciente fue el Plan del 59, con sus luces y sus sombras.

La larga posguerra había destrozado la economía española. El control de precios, la nacionalización de las divisas, la inexistencia casi total de exportaciones, eran una muestra de la ruina de España. La nacionalización de las industrias más relevantes, representada en el INI, nos había dejado fuera de juego. Por eso, los aciertos del Plan del 59 fueron entre otros que se promovió la actividad empresarial, la inversión extranjera, aunque muy limitadamente, y se abrió un poquito la economía al exterior.

Se logró un ritmo de crecimiento del PIB inusitado y el afianzamiento de una clase media. Sin embargo, el Plan promovió el desarrollo de industrias generadoras de desempleo, e impidió que surgiera una clase empresarial sólida dispuesta a competir independientemente del poder estatal, no por falta de empresarios sino por exceso de control. La limitación a la creación de capitales propios y de entrada de capitales extranjeros, en principio para «proteger lo nuestro», fue nefasta.

No repitamos los errores pasados. Menos ahora en un mundo que, por fortuna, es global, para lo malo, pero también para lo bueno.

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