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De segundas y últimas oportunidades

Publicado en Libertad Digital

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La semana pasada el Gobierno aprobó la ley de segunda oportunidad, mediante la cual se pretende exonerar de sus pasivos a los deudores de buena fe que, a lo largo del procedimiento concursal, hayan sufrido la liquidación de todo su patrimonio sin ser capaces de resarcir el conjunto de sus obligaciones.

Se trata de un mecanismo de resolución razonable y necesario para los deudores que lo han perdido todo y que, de hecho, se ha hallado tradicionalmente disponible para las personas jurídicas: una sociedad de responsabilidad limitada únicamente responde de sus deudas con el activo empresarial (y no con el activo personal de sus socios); una cláusula perfectamente legítima por cuanto ha sido aceptada por todos sus acreedores antes de establecer relaciones con ella. Bienvenida sea, pues, una reforma legislativa que habilite este mismo régimen para las personas físicas.

Sucede, sin embargo, que resulta altamente improbable que este Gobierno haga una sola cosa a derechas, motivo por el cual su ley de segunda oportunidad no se encuentra libre de importantes taras que podrían terminar emponzoñando sus consecuencias. A este respecto, voy a dejar de lado en mi crítica, por obscenamente sintomático, el que la normativa excluya de la exoneración los llamados créditos preferentes, esto es, las deudas que la persona física mantiene con Hacienda y con la Seguridad Social. Para el Gobierno, todo es susceptible de ser impagado menos las mordidas de Montoro y de Báñez: éstas por necesidad se conservarán hasta la misma sepultura (y acaso más allá).

Pero el verdadero error de fondo de la ley no es tanto lo anterior –que únicamente expresa la asimetría autoritaria con la que siempre se inmiscuye el Estado en las relaciones sociales– cuanto su naturaleza imperativa, es decir, que no quepa pacto en contra. El liberalismo siempre ha propugnado el libre pacto en materia de contratos: máxima autonomía de la voluntad para elaborar la ley privada bajo la que regirían sus tratos ambas partes. El fundamento ético de esta máxima autonomía de la voluntad es bastante fácil de comprender: por un lado, es cada parte –como sujeto moral y de derecho– la que está legitimada para obligarse como prefiera por la vía de otorgar su consentimiento; por otro, es cada parte la que mejor conoce sus circunstancias particulares para poder ajustar el contenido contractual a ellas.

La ley de segunda oportunidad del PP omite por entero este principio liberal de la autonomía de la voluntad y, con el teórico objetivo de beneficiar a los sectores más débiles de la sociedad, termina perjudicándolos. A la postre, a partir de la entrada en vigor de la normativa, todos los acreedores serán conscientes de que, en última instancia, su capacidad de recobro vendrá limitada por el patrimonio del deudor: si éste es inexistente y no hay expectativas de que vaya a ampliarse en el futuro cercano, entonces no lo financiarán o lo harán en condiciones mucho más onerosas. Ante semejante brete, lo razonable sería que el prestatario pudiese pactar con su prestamista garantías adicionales para así reducir el riesgo de la operación: por ejemplo, debería poder renunciar al régimen de exoneración de pasivos previsto en la ley de segunda oportunidad del PP y acogerse al artículo 1911 del Código Civil, por el que quedan subordinados al repago de sus obligaciones todos sus bienes presentes y futuros. Pero no. Esto no es posible.

Una ley de segunda oportunidad sobre la que no quepa pacto en contra es equivalente a una normativa que obligue a todo empresario a desarrollar sus actividades a través de una sociedad de responsabilidad limitada, olvidando que muchos de ellos optan hoy en día por acogerse a las sociedades personalistas (donde la responsabilidad es ilimitada) precisamente para contar con más opciones de acceder a la financiación ajena. El riesgo de obligar a los deudores a disfrutar de la potestad de exonerar sus deudas en caso de insolvencia sobrevenida es justamente el de que las personas sin patrimonio se vean excluidas del mercado de crédito: que no se les conceda una segunda oportunidad sino que se les imponga la última. Necesitamos contratos libres, no contratos planificados e impuestos desde La Moncloa.

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