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El ecologismo como Iglesia de la Gretología

Publicado en Libertad Digital

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Greta Thunberg saltó a la fama por saltarse las clases para ir a protestar con un cartel frente al Parlamento de su país.

El caso de Greta Thunberg ha dejado más claro que nunca el fuerte carácter religioso del ecologismo. No es raro encontrarnos con niños que sirven de conducto para los mensajes cristianos; su fe y su inocencia se complementan a la perfección, y es difícil creer que Bernadette de Lourdes, los niños de Fátima o Teresita de Lisieux no se creían las revelaciones de las que hablaban con tanto fervor. No cabe duda de que Thunberg está convencida de lo que dice, pese a que es mentira. Porque no hace falta ser un escéptico de reconocido desprestigio para saber que el mundo no se va a acabar ni la Humanidad a extinguir en un puñado de años por el cambio climático, ahora renombrado, una vez más, «emergencia climática». Es la clase de exageración que sirve para enervar a los convencidos y atraer a tu causa a quienes no la conocen, pero que no tiene ningún respaldo científico, ni siquiera en el bando alarmista. No creo que nadie dude, viéndola regañar a los políticos, que Greta sí lo cree y que, al contrario que otros propagandistas de la causa, intenta ser coherente con lo que ve como un peligro real y cercano para su vida y la de quienes la rodean.

El ecologismo oficial tiene algunos problemas serios con la presunta seriedad de la peor crisis a la que se enfrenta la Humanidad: ninguno de sus popes actúa como si de verdad se lo creyera. Así, Leonardo di Caprio o Harrison Ford siguen usando enormes yates o aviones privados de recreo mientras intentan obligar a los demás a renunciar a los coches con los que llevan a los niños al colegio. Pero esos no son más que portavoces, me dirán; efectivamente, pero portavoces a los que es imposible creer, dada su hipocresía. No piensen que los demás son mejores: todos los años se reúnen miles de delegados para no hacer nada en las conferencias del clima en lugar de trabajar por videoconferencia. Y nadie, absolutamente nadie, promueve la construcción de centrales nucleares, que, al nivel tecnológico actual, son la única fuente de energía que puede sustituir a la quema de combustibles fósiles.

En cambio, Greta sí se lo cree. Nos podemos reír de su viaje a Nueva York en el barco de un príncipe monegasco porque ha obligado a comprar más billetes de avión para la tripulación que los que hubieran hecho falta para que viajaran ella y su familia. Pero al menos lo ha intentado, cosa que es más de lo que ha hecho nadie antes. Y nos podemos tomar a cachondeo su «¿cómo se atreven?», pero esa niña está sufriendo de verdad.

Por eso resulta especialmente monstruoso el papel de todas las organizaciones mundiales que, empezando por la ONU, le están dando cancha y credibilidad, usándola como espada y escudo simultáneamente, pues su edad y su Asperger la convierten al tiempo en una portavoz muy eficaz y en alguien a quien no se puede criticar. Ahora pueden ser fieles creyentes en la fe gretológica, pero mañana, si no sirve a sus intereses, la dejarán de lado y se convertirá en un nuevo juguete roto del progresismo mundial, como Cindy Sheehan en su día o David Hogg en breve. Una situación difícil de sobrellevar para cualquiera, pero que se antoja mucho más complicada para alguien de su condición.

Greta Thunberg saltó a la fama por saltarse las clases para ir a protestar con un cartel frente al Parlamento de su país. Si en lugar de la fe ecologista promulgara con igual fervor una menos políticamente correcta, las autoridades ya habrían retirado la patria potestad a sus padres –esos que han dejado por escrito que gracias al Asperger puede «ver» el CO2 en el aire– y los demás la contemplaríamos con la misma mezcla de compasión e hilaridad que producen esos vagabundos que anuncian el Armagedón por culpa de nuestros pecados contra Dios. Que, en esencia, es lo mismo que dice la Iglesia de la Gretología desde que nació, muchos años antes que la propia Greta.

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