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El eterno retorno del desempleo

Publicado en Libertad Digital

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Rajoy hizo pasar el rodillo sobre un texto que, si bien iba en la buena dirección, se quedaba muy lejos de la liberalización del mercado laboral

2011, el último año de Gobierno de Zapatero, cerró con una tasa de desempleo del 22,5%. No era la más alta de la historia pero, en términos relativos, sí que nos encontrábamos ante la mayor concentración de parados desde que se lleva la cuenta. El paro era el primero de los deberes de Mariano Rajoy nada más aterrizar en La Moncloa. Para entonces la economía española venía destruyendo puestos de trabajo desde hacía varios años, desde el último trimestre de 2007 para ser exactos.

El Gobierno socialista negó primero el problema confiando, muy en la línea de su pensamiento psicomágico, en que se saldría de aquello de la misma manera que se entró: sin saber muy bien cómo y encomendándose a que la recuperación viniese desde fuera. Cuando se quiso reaccionar se hizo tarde y mal. El desastroso equipo económico de Zapatero compró íntegra la vulgata socialdemócrata y la aplicó cargando la cuenta sobre una emisión continua –y suicida– de títulos del Tesoro a tipos que iban creciendo casi a la misma velocidad que la longitud de las colas en las oficinas del INEM. No funcionó. De un 8% de paro en el verano de 2007 se pasó a un 20% a finales de 2010. Por descontado, nadie se ha disculpado desde el Partido Socialista por el siniestro experimento que practicaron sobre la población española durante aquellos años aciagos. Tome buena nota, si piensa perpetrar un estropicio, hágalo desde la política. Le saldrá gratis, completamente gratis.

Porque la solución a la sangría laboral, y eso pareció entenderlo el PP, pasaba irremediablemente por la teoría, por cambiar de teoría. Con los pobres rudimentos teóricos de los que se valía Zapatero, auxiliados al punto por un sinnúmero de complejos ideológicos, era materialmente imposible revertir una tendencia que nos conducía directos al colapso previa salida del euro y la más que predecible suspensión de pagos. La cosa iba más por practicar una reforma atacando el problema de raíz que por subsidiar con cargo a los presupuestos empleos que nadie a excepción del propio Gobierno demandaba. A eso se puso Rajoy nada más llegar. De ese empeño nació la reforma laboral de 2012 que, junto con la reestructuración de las cajas, es casi la única a derechas que ha dado su Gobierno en cuatro años.

La reforma laboral, reprochada desde todos los frentes y que ocasionó dos huelgas generales el año de su aprobación, era suave y timorata, como casi todas las que se han hecho en España desde el final del franquismo. En lugar de aprovechar las circunstancias, que eran inmejorables con más de seis millones de desempleados y una tasa que corría rauda hacia el 26% en el otoño de 2012, Rajoy hizo pasar el rodillo sobre un texto que, si bien iba en la buena dirección, se quedaba muy lejos de la liberalización de un mercado, el laboral, aprisionado por una legislación y una regulación asfixiante tanto para empresas como para trabajadores.

Ahora bien, el problema de las reformas cuando merecen tal nombre es que no surten el efecto deseado inmediatamente. La brutal contracción del bienio 2012-2013 pasará al libro negro de la historia económica de España. Solo a mediados del segundo año empezó a verse la luz, en buena parte gracias a que muchos españoles estaban empezando a recuperar sus trabajos, y a hacerlo en la economía productiva no en las obras municipales de los Planes E.

El empleo era la piedra filosofal de la crisis, causa y consecuencia a un tiempo del bucle endemoniado en el que la economía española entró durante la segunda legislatura socialista. Una vez mejoró éste, el resto vino detrás. Tras cuatro años de ajuste implacable el paro ha bajado de los cinco millones y se sitúa en una tasa similar a la de principios de 2011. Pero no ha dejado de ser un problema, España sigue teniendo una de las tasas de desempleo más altas del mundo, especialmente entre los jóvenes. Poniéndonos en el mejor de los casos, si se siguiese creando empleo al ritmo del último año tardaríamos un lustro en volver al punto de partida, el verano de 2007, la apoteosis zapaterina en pleno frenesí de la burbuja inmobiliaria.    

Lo que hemos aprendido –o deberíamos haber aprendido– de la reforma laboral es que la solución a la tormentosa relación que los españoles tenemos con el trabajo desde hace cuarenta años pasa necesariamente por la liberalización de un mercado secuestrado por políticos, sindicatos, intereses creados y privilegios múltiples de unas mayorías enquistadas en el sistema y extractivas hasta el asombro. El paro en España es estructural, asumámoslo de una vez. Esto es un hecho no una opinión. Incluso en los mejores momentos, con la economía recalentada por el crédito y el consumo, padecemos tasas de paro que doblan a las de otros países de Europa. El pleno empleo, por lo tanto, es aquí una quimera. No digamos ya el empleo de calidad que no es como dicen los sindicatos tener un trabajo para toda la vida, sino poder elegir entre distintas ofertas y no sentir ese pánico paralizante que recorre la espina dorsal cuando nuestro puesto de trabajo se ve amenazado.

La asignatura más importante del nuevo Gobierno que salga de las urnas el día 20 seguirá siendo el empleo. Esta vez no para invertir la inercia heredada, sino para acelerar la tendencia de estos dos últimos años. De lo contrario, el monstruoso desempleo de la crisis volverá como ha vuelto siempre. Sería, además, una oportunidad de oro para acabar con el más perdurable de los vestigios no ya del franquismo, sino de la Europa de los años 30 que quedan con vida. Ahora que el camino ha quedado despejado, que sabemos que pueden crearse más de 600.000puestos de trabajo en un año sin tirar de oposiciones públicas ni de crédito fácil, ¿vamos a viajar al pasado? La recuperación económica es real, pero débil y sometida a un sinfín de condicionantes. El reto del próximo Gobierno es quizá de mucha mayor envergadura que el del actual. Porque lo importante, no lo olvidemos, no fue descubrir América, sino regresar para contarlo y, sobre todo, quedarse a vivir allí.       

 

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