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El mal gobierno que promueve el Estado

Publicado en Libertad Digital

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Todos esos papeles pueden ser desempeñados en régimen de monopolio por el Estado. Las agencias burocráticas y los comités de planificación serían los encargados de descubrir y dar respuesta a las necesidades de las personas. El individuo, para ser feliz, sólo tendría que someterse a las leyes históricas que los planificadores hayan descubierto de manera científica. La única misión de cada ser humano consistiría en obedecer y acatar los mandatos del Estado.

De hecho, las personas creativas, innovadoras e independientes representan un peligro y un obstáculo para los planes unívocos. Cada individuo debe mantenerse, como en un campo de batalla, en la posición determinada por el Estado: cualquier disensión del plan general constituye un acto de sabotaje. No debe haber alternativa para el individuo.

Y es que, cuando el socialismo saca a relucir su tirria contra los empresarios, no deberíamos reducir la definición de empresario a ocupante del escalafón más alto de una gran corporación. Todos nosotros, en distinta medida, ejercemos la función empresarial, esto es, utilizamos nuestra capacidad innata para descubrir las oportunidades de ganancia.

Al buscar ofertas o buenos productos, al ayudar a un amigo, al dar consejos o al informarnos sobre las previsibles consecuencias de nuestras acciones estamos tratando de anticipar el futuro y solucionar los eventuales problemas de coordinación social: estamos actuando como empresarios. La figura del empresario es, por tanto, central para la convivencia humana.

La socialdemocracia, aun cuando afirme haber rechazado el comunismo, mantiene esta desconfianza hacia los individuos y la sociedad, esto es, hacia los empresarios. El Estado sigue siendo considerado un mecanismo adecuado para solucionar los problemas y los conflictos entre las personas; la educación, la sanidad, la seguridad, las catástrofes, el mercado de trabajo, incluso los medios de comunicación, son ámbitos donde los socialistas afirman que la regulación y el control público deviene imprescindible.

Al igual que en la URSS, la obsesiva regulación del Estado limita el ejercicio de la función empresarial. Los sectores donde el Gobierno aplasta a los empresarios con su pesada bota sufren un fuerte retroceso en su capacidad para satisfacer a los individuos. Allí donde el Estado interviene la empresarialidad no puede ejercitarse, de manera que la innovación, las mejoras y las adaptaciones a las necesidades de las personas se paralizan casi por completo.

Así, por ejemplo, Mariano Rajoy estuvo bastante acertado esta semana cuando criticó el Estatut de Cataluña por arrebatar el poder "a los ciudadanos de Cataluña, a los empresarios y a la sociedad dinámica". Lástima que una cosa sea predicar y otra dar trigo.

Pero, en efecto, las peores consecuencias de leyes intervencionistas como el Estatut es que traspasan la capacidad de elección de las personas a los políticos, esto es, nacionalizan nuestra libertad. El poder de los empresarios consiste en ofrecer a los consumidores mejores productos y servicios, en solucionar los problemas de la gente y en dar ejemplo de cooperación al resto de las personas. El poder de los políticos, en cambio, pasa por imponer coactivamente sus decisiones a la ciudadanía; los problemas, en lugar de solucionarse, se crean, y el ejemplo ofrecido al resto de la humanidad consiste en expoliar al prójimo. Si el ideal del empresario es el genio creador, el ideal de político es la garrapata: uno enseña a servir a los demás; el otro, a vivir a costa del resto.

Con poco más de un tercio de todos los recursos, los empresarios son capaces de sostener económicamente todo el ineficiente y mastodóntico sector público (no olvidemos que el Estado no tiene recursos propios y que toda su financiación procede de la sociedad) y, además, producir todo aquello por lo que juzgamos que vale la pena vivir. Piense que todo lo que tiene a su alrededor, desde los elementos más insignificantes hasta los bienes más importantes, ha sido producido por empresarios inteligentes que anticiparon sus necesidades.

El contraste es demasiado evidente como para que incluso la ceguera socialista pueda negarlo. De ahí que el Estado necesite engañar a la ciudadanía para que no se dé cuenta del horroroso atropello que está cometiendo. El pueblo necesita seguir creyendo que el Estado es el sustrato de la sociedad, el requisito de la seguridad y el bienestar.

Para ello no sólo precisa adoctrinar a las personas en las bondades del estatismo, también necesita corromper, adormecer y absorber a la clase empresarial. Si éstos se vuelven tan torpes e ineficientes como el Gobierno no habrá peligro de que los ciudadanos despierten de su ilusión socialista. Los empresarios tienen que comportarse como el Estado para que éste pueda respirar tranquilo.

El Código del Buen Gobierno que la Comisión Nacional del Mercado de Valores (CNMV) ha preparado para las empresas españoles que cotizan en Bolsa parece dirigirse decididamente hacia semejante objetivo. Ya de entrada sorprende que el Estado, paradigma del caos y la ineficiencia, tenga que imponer a las empresas conductas que aseguren su buen gobierno: un paralítico llevando en brazos a un atleta, un ciego ejerciendo de oftalmólogo.

Pero es que, además, las empresas no necesitan que nadie les imponga coactivamente ningún código de conducta. ¿Acaso su buen gobierno no se revalida diariamente ante sus consumidores y accionistas? ¿Acaso el mal gobierno no va acompañado –a diferencia de lo que sucede con el Estado– de la aparición de pérdidas empresariales y del riesgo cierto de desaparecer del mercado? ¿Qué misión puede tener, por tanto, este Código del Buen Gobierno salvo enredar hasta lo indecible?

Si bien es cierto que, en buena medida, el Código no resulta de aplicación coactiva, su no acatamiento deberá justificarse ante la CNMV, como si de un redentor se tratara: "El principio de ‘cumplir o explicar’ deja a la responsabilidad de la sociedad cotizada seguir o no las recomendaciones del Código, pero le exige que, cuando no las cumpla, explique el motivo pública y razonadamente, para que los accionistas y mercados puedan juzgarlos".

En otras palabras, cuando una empresa no se someta a los arbitrarios dictados de la CNMV deberá autoflagelarse, ante al escarnio y el griterío público. La imagen que pretende transmitir el Estado es que todas las empresas que no acepten su código de buen gobierno se están comportando de un modo incorrecto (su gobierno es malo); la sociedad debe mirarlas con recelo y rechazo.

Así, por ejemplo, una de las recomendaciones más conocidas es la de incrementar el número de mujeres en los Consejos de Administración de las empresas ("Cuando sea escaso o nulo el número de consejeras, el Consejo deberá explicar los motivos y las iniciativas adoptadas para corregir tal situación"). Claramente, la CNMV pretende endosar el sambenito de la misoginia a toda compañía cuyo Consejo sea mayoritariamente masculino.

La propuesta, como el resto del Código, no tiene ni pies ni cabeza. La misión del empresario es servir al consumidor y maximizar, de esta manera, el valor del accionista; el empresario no es un rentista ni un funcionario, su puesto no es un privilegio ni una concesión política, sino una posición sujeta a su correcta actuación. Los Consejos de Administración tienen que estar compuestos por las personas más habilidosas y perspicaces, sean éstos hombre o mujeres.

La recomendación de la CNMV presiona para que haya mujeres en el Consejo aun cuando no sean las más adecuadas para ocupar ese puesto; en otras palabras, el Estado pretende reducir el bienestar del consumidor y el valor del accionista por consideraciones meramente sexuales.

Si una mujer o un hombre quiere ocupar un puesto en un Consejo de Administración deberá demostrar su valía y su capacidad. Las empresas no deben ser el campo de operaciones de la progresía patria: ningún empresario tiene derecho a ocupar su puesto al margen de la voluntad soberana de consumidores y accionistas. Tampoco las mujeres.

Con este código la CNMV pretende corromper a las grandes empresas españolas, para que se burocraticen y se conviertan en pequeños apéndices del Estado. A la CNMV no le importan lo más mínimo los consumidores y accionistas: es un matón político al servicio del Estado. Su labor supervisora resucita la vieja tradición totalitaria de los tribunales políticos, cuyos jueces son nombrados a dedo por el Ejecutivo; un organismo inquisitorial que nunca debería haberse creado y cuyo mejor destino sería el vertedero municipal.

En una ocasión, Murray Rothbard le preguntó al gran economista liberal Ludwig von Mises a partir de qué momento podríamos afirmar que un país ha abandonado el capitalismo y ha adoptado un sistema socialista de planificación centralizada. Mises, sin dudarlo, le contestó que una economía podía considerarse socialista cuando la Bolsa hubiera sido nacionalizada por el Gobierno.

En España uno de los brazos del Estado, la CNMV, se encarga de supervisar y controlar la actividad empresarial de las empresas que cotizan en Bolsa, esto es, tiene como misión indicar quiénes pueden ser empresarios y cuál debe ser su comportamiento. Desde luego, no podemos hablar de nacionalización, pero sí de intensa vigilancia e intervención estatal.

El Estado necesita tapar su mal gobierno, sus vergüenzas e ineficiencias; nada mejor para ello que corromper a toda la sociedad, comenzando por las empresas, a las que, hipócritamente, les impone un Código del Buen Gobierno.

No deberíamos pensar que este tipo de medidas no nos afectan en absoluto a los individuos de a pie: como ya hemos visto al principio, todos somos en buena medida empresarios. Los Códigos de Buen Gobierno de hoy pueden convertirse en las leyes de buena ciudadanía de mañana. Basta con dejar que el Estado prosiga caminando en su senda totalitaria, con seguir creyendo ingenuamente en la bondad de los organismos socialistas como la CNMV.

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