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¿Es el neoliberalismo la raíz de todos nuestros problemas?

Publicado en Libertad Digital

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Debe quedar bien claro que neoliberalismo es no-liberalismo: toda la responsabilidad que pueda tener el neoliberalismo en la gestación de los males que padecemosla tiene en la medida en que se separa de los presupuestos del liberalismo clásico o del liberalismo libertario.

El activista George Monbiot ha escrito un artículo que ha alcanzado una enorme popularidad en la red: «Neoliberalismo: la raíz ideológica de todos nuestros problemas«. El título es suficientemente descriptivo de su propósito: culpar al sistema político-económico «neoliberal» de casi todos los males de la humanidad. Acaso el problema inicial de la columna de Monbiot resida en que el término «neoliberalismo» no aparece directamente descrito en ninguna parte del texto y que, en realidad, se lo pretenda equiparar con otras corrientes políticas sí mucho mejor definidas y perfiladas como el liberalismo clásico o el liberalismo libertario.

Pero ello, voy a estructurar esta réplica en dos partes: en la primera, trataré de inferir a qué se refiere Monbiot con «neoliberalismo», distinguiéndolo en todo caso del liberalismo clásico y del liberalismo libertario; en la segunda, explotaré los males que Monbiot achaca al neoliberalismo para analizar si pueden imputárseles de algún modo al liberalismo clásico o al liberalismo libertario.

¿Qué es el neoliberalismo?

Tras revisar 148 ensayos académicos, los politólogos Taylor Boas y Jordan Gans-Morse llegaron a la conclusión de que el término «neoliberalismo» suele emplearse mucho por parte de los teóricos contrarios a los mercados libres pero casi nunca aparece definido como tal: «El significado de neoliberalismo jamás se debate y a menudo ni siquiera se lo define. Como consecuencia, no es que nos hayamos encontrado con demasiadas definiciones, sino con demasiado pocas». Además, como decíamos, no se le da un uso como etiqueta neutra, sino que tiende a ser empleado mayoritariamente por personas que se oponen a los mercados libres: «Los resultados de nuestro análisis de ensayos académicos confirman que el uso negativo del término ‘neoliberalismo’ supera amplísimamente sus usos positivos». De ahí que ambos politólogos consideren que hoy el concepto de «neoliberalismo» no sea más que un slogan antiliberal vacío de contenido distintivo.

En su artículo, Monbiot sigue una estrategia parecida: no describe qué es el neoliberalismo salvo por algunos rasgos que le imputa. Ahora bien, lo que sí intenta hacer Monbiot es atribuir las características de su «neoliberalismo» al liberalismo clásico o al liberalismo libertario. De hecho, muchos de los autores a los que califica como neoliberales (Mises o Hayek) son simplemente liberales. Por eso, permítanme que aclare por qué los rasgos del neoliberalismo de Monbiot no definen en absoluto al liberalismo:

·         El neoliberalismo cree que «la competencia es la característica fundamental de las relaciones sociales»: Pocos se atreverán a negar que la competencia es uno de los rasgos básicos de que caracteriza no sólo a las personas sino a las especies. Incluso en materia electoral lo observamos: unos partidos políticos compiten con otros para lograr el voto de los electores (¿o acaso sugiere Monbiot que deberíamos suprimir la competencia electoral entre formaciones políticas diversas?). Ahora bien, en efecto la sociedad es más que una mera agregación de personas para competir. La sociedad es una forma de articular la interacción pacífica y voluntaria de las personas. Nada de esto se le escapa al liberalismo. Por ejemplo, Ludwig von Mises —autor al que Monbiot coloca dentro de la corriente neoliberal— empieza el primer capítulo de su obra Liberalismo con la siguiente frase: «La sociedad humana es una asociación de personas con el propósito de cooperar». ¿No dice Monbiot que los neoliberales creen que la competencia es la base de las relaciones sociales? Quizá es que no haya leído a esos liberales a los que acusa de neoliberales.

·         El neoliberalismo cree que «el mercado produce beneficios que no se podrían conseguir mediante la planificación»: El problema económico fundamental es decidir qué producir y cómo producirlo. Simplemente no sabemos cuál es la mejor respuesta en cada momento a esas preguntas: y responderlas bien es clave. Si los seres humanos cooperamos para producir cosas inútiles, estaríamos dilapidando nuestros esfuerzos, por mucho que cooperemos. En un mercado libre, cualquiera puede asociarse cooperativamente con otras personas para crear empresas dentro de las cuales se decide (se planifica) qué producir y cómo producirlo. Es cada consumidor quien posteriormente escoge cuál de todos los productos que se le están ofreciendo por las distintas empresas es el que prefiere (y por eso las empresas compiten por ofrecerle aquellos productos que prefieren). Por consiguiente, no es que el liberalismo considere que la planificación es ineficiente: el liberalismo cree que la absoluta centralización de la planificación —sin darle al consumidor la libertad de escoger y a otros productores la libertad disputar los planes empresariales existentes— es ineficiente. No así la planificación descentralizada y competitiva que se da espontáneamente en una economía libre. De hecho, el propio Monbiot reconoce en su artículo que el socialismo —sistema económico caracterizado por la planificación central de toda la producción— ha fracasado. ¿Lo coloca eso necesariamente en la bancada neoliberal?

·         El neoliberalismo cree que «la desigualdad es una virtud: una recompensa al esfuerzo y un generador de riqueza que beneficia a todos»: El liberalismo no considera ni que la igualdad sea virtuosa ni defectuosa. Por un lado, el liberalismo reconoce que los seres humanos somos desiguales (diversos); por otro, no cree que las desigualdades fruto de la cooperación voluntaria de las personas sean injustas y, en tanto no lo sean, no deben ser ni perseguidas ni reparadas. O dicho de otro modo, los liberales no ven intrínsecamente injustas las desigualdades: todo depende del proceso por el que se hayan generado (si la desigualdad es fruto de relaciones voluntarias, es justa; si la desigualdad es fruto del robo y del expolio, es injusta). Si los liberales vieran las desigualdades como virtuosas, tratarían de promoverlas desde el Estado: pero no lo hacen. Al contrario, tratan de combatir muchas desigualdades fruto de los privilegios estatales (por ejemplo, el enriquecimiento de aquellas industrias que florecen al calor de la regulación, las subvenciones o la protección comercial). Es más, los liberales consideran que hay una igualdad que constituye la piedra angular de su sistema político: la igualdad jurídica (o igualdad ante la ley); a saber, todas las personas tenemos los mismos derechos (las mismas libertades).

·         El neoliberalismo «convierte a los ciudadanos en consumidores cuyas opciones democráticas se reducen como mucho a comprar y vender»: El liberalismo es, en esencia, una filosofía política, no una filosofía económica. Por ello, no tiene sentido afirmar que reduce las opciones de los ciudadanos a comprar y vender: más bien, amplía las opciones de los ciudadanos a la hora de decidir con quiénes quieren relacionarse… incluyendo si quieren relacionarse (o no) con el Estado. Esto es, liberalismo es libertad de asociación y desasociación… también (aunque no sólo) en el ámbito económico. Por eso, el liberalismo también (aunque no sólo) defiende que los ciudadanos tengan la opción de comprar y de vender aquello que quieran comprar o vender: no porque considere que toda relación social deba articularse de ese modo, sino porque respeta que las personas quieran comprar o vender cosas, siempre que no atenten contra las libertades ajenas. Lo que parece molestar a Monbiot es que el liberalismo defienda la libertad del individuo frente a la voluntad democrática de la mayoría: es Monbiot quien, al parecer, quiere reducir las opciones de las personas a votar o no votar, plegándose de hombros a partir de ahí. Pero, ¿qué pasa cuando el voto de la mayoría opta por reprimir las libertades de las minorías? Monbiot diría que las minorías deben aceptar estoicamente esa represión (a menos que logren convencer de lo contrario a las mayorías), mientras que los liberales abogan por que las libertades de las minorías sean respetadas incondicionalmente.

·         El neoliberalismo aboga por erradicar los sindicatos y la negociación colectiva, dado que «no son más que distorsiones del mercado que dificultan la creación de una jerarquía natural de triunfadores y perdedores»: El liberalismo no aboga por erradicar los sindicatos o la negociación colectiva, sino por suprimir los privilegios estatales de los que puedan disfrutar. Como hemos dicho, uno de los principios básicos del liberalismo es la libertad de asociación y desasociación, algo que también sirve para los sindicatos. Un liberal tan destacado como Frédéric Bastiat defendió en el parlamento francés la legalización de los sindicatos frente a los congresistas que pretendían incluir su actividad en el Código Penal, y lo hizo bajo el argumento de que los sindicatos son una forma legítima de libre asociación. Que no se quiera privilegiar regulatoriamente a los sindicatos o al sistema de negociación colectiva no significa que el liberalismo esté en contra de ellos: tampoco quiere privilegiar a las empresas y no está en contra de ellas.

·         Los brazos armados del neoliberalismo son «el FMI, el Banco Mundial, el Tratado de Maastricht y la Organización Mundial del Comercio»: En realidad, todas estas organizaciones son asociaciones de Estados copadas por burócratas y encargadas o de rescatar a Estados quebrados o de regular centralizadamente la vida de las personas. De ahí que no encajen en absoluto dentro del paradigma liberal.

·         El término neoliberalismo se acuñó en 1938, en una reunión en París apadrinada por Hayek y Mises: En efecto, el término neoliberalismo surge en la Conferencia Walter Lippmann celebrada en París en 1938. Pero el término neoliberalismo no lo acuñan —ni aceptan— Hayek o Mises, sino el alemán Alexander Rüstow. Precisamente, Rüstow empleó el término neoliberalismo para oponerse al liberalismo clásico y como un intento de articular una tercera vía entre el capitalismo y el socialismo. Por ejemplo, en su libro El fracaso del liberalismo económico, Rüstow escribe: «Los neoliberales estamos de acuerdo con los marxistas y socialistas en que el capitalismo es imposible y necesita ser superado. También creemos que ellos han demostrado que un exceso de capitalismo conduce al colectivismo». ¿Y cuáles era el programa ‘neoliberal’ de Rüstow? El desarrollo estatal de centros de enseñanza e investigación, la completa organización y gratuidad estatal de la educación, subsidios temporales a los salarios, seguro de desempleo obligatorio, servicio público de empleo, política industrial activa, regulación contra el desmesurado crecimiento empresarial y lucha contra la desigualdad a través de elevados impuestos a la herencia.

En definitiva, las características que Monbiot imputa al neoliberalismo no encajan en absoluto con el liberalismo. De hecho, si alguna vez ha existido un pensamiento «neoliberal» éste ha sido el desarrollado a partir de las propuestas de Alexander Rüstow, en la llamada «economía social de mercado«: un programa político (regulación de la competencia, lucha contra la desigualdad, planificación industrial, aseguramiento obligatorio de los ciudadanos, educación estatalizada…) que, paradójicamente, se parece mucho al que ambiciona toda la socialdemocracia europea (por eso no es de extrañar que, como dice Monbiot, el Partido Laborista y el Partido Demócrata lo hayan abrazado en Reino Unido) e incluso, aunque no sea demasiado consciente de ello, a aquel que el propio Monbiot promueve.

¿La raíz de nuestros problemas?

Una vez aclarado que el liberalismo clásico o el liberalismo libertario no tienen nada que ver con el neoliberalismo del que habla Monbiot, ya podríamos dar por concluido el artículo. Si para Monbiot todos los problemas de la humanidad derivan del neoliberalismo y el neoliberalismo es no-liberalismo, entonces los liberales seguimos estando fuera del foco de sus acusaciones. Sin embargo, podemos continuar analizando la tesis de Monbiot para reflexionar si los males que denuncia son atribuibles al neoliberalismo y si su solución pasa por una mayor intervención del Estado y no por una mayor libertad política y económica.

Antes, sin embargo, ofreceremos una definición de lo que vamos a entender por neoliberalismo, agrupando algunas de las características que Monbiot le atribuye y aquellas que Rüstow consideraba imprescindibles. Definiremos neoliberalismo del siguiente modo: «neoliberalismo es un sistema político tecnocrático donde las élites estatales se encargan monopolísticamente de definir y de gestionar el bien común; para el neoliberalismo, el bien común en materia económica pasa por respetar la institución del mercado (con numerosas regulaciones dirigidas presuntamente a corregir sus defectos), pues de esa manera se maximiza la producción; en materia social, el neoliberalismo defiende una organización de los servicios públicos administrados directa o indirectamente por el Estado para así redistribuir parcialmente la producción que ha generado el mercado». Tomando esta definición, será fácil coincidir en que, como dice Monbiot, todo Occidente está inmerso hoy en un sistema neoliberal. Así pues, ¿en qué medida los males sociales que denuncia son consecuencia del neoliberalismo dominante?

·         «El colapso financiero de los años 2007 y 2008»: La crisis económica actual no es fruto del libre mercado, sino de los privilegios que el Estado otorga a los bancos privados. El problema reside, pues, en la manipulación del crédito orquestada por los bancos centrales (monopolios estatales de la emisión de dinero) y en las promesas estatales de rescate indiscriminado del sistema financiero. Si queremos denominar «neoliberalismo» a ese intervencionismo estatal a favor de la gran banca, entonces el neoliberalismo sí es culpable de la crisis financiera; pero nótese que en este caso el neoliberalismo se opone frontalmente al liberalismo y que, en todo caso, para evitar las futuras crisis necesitamos más liberalismo, no menos. Es decir, necesitamos menores privilegios estatales a la banca: que el banco central deje de nutrirla con crédito artificialmente abaratado y que los Estados dejen de rescatar a aquellos bancos imprudentes que caen en bancarrota.

·         «La deslocalización de la riqueza y el poder»: Es verdad que, en muchos ámbitos de nuestra sociedad, la riqueza y el poder se están usurpando a los ciudadanos mediante estructuras dedicadas a extraerles sus recursos y sus libertades. El caso de los Papeles de Panamá, al que se refiere Monbiot, en buena medida indicaba esto: las élites políticas de medio mundo robaban a sus ciudadanos y blanqueaban tales capitales a través de complejos entramados regulatorios que ellos habían facilitado dentro de las propias leyes que habían redactado previamente. Pero el origen de esos males se halla en el excesivo poder que tienen hoy los políticos para extraer recursos y libertades a los ciudadanos: un poder que deriva de la hiperlegitimidad de la que disfruta el Estado para aprobar cualesquiera normas que considera conveniente en la presunta promoción del «bien común» (subterfugio para articular redes parasitarias que solo promueven ciertos bienes particulares). La forma de evitar deslocalizaciones de riqueza y de poder como las de los Papeles de Panamá es arrebatándole tal competencia al Estado: que no posea legitimidad ni para quitarnos nuestra riqueza ni para manejar nuestras libertades. Cuanto más poder regulatorio le demos al Estado, más opciones de parasitarnos (por vías opacas e incomprensibles para el ciudadano medio) le estaremos otorgando.

·         «La lenta destrucción de la educación y la sanidad públicas»: La calidad de los servicios estatales está en declive desde hace décadas. En España, por ejemplo, el fracaso escolar ha sido tradicionalmente altísimo y las listas de espera dilatadísimas. Los liberales siempre hemos defendido que ese progresivo deterioro es consustancial a la gestación estatal, centralizada y cuasi-monopolista de tales actividades. Monbiot, en cambio, encuentra otra explicación: los recortes y las semiprivatizaciones en beneficio de unos pocos. Aunque pueda parecerlo, no son explicaciones incompatibles: como decimos, el deterioro de los servicios públicos es algo consustancial a su administración estatal. Por supuesto, siempre podremos encontrar Estados que administran mejor o peor estos servicios, pero la clave es que, en un mercado libre, los ciudadanos tienen la capacidad de rechazar a aquellos proveedores que suministran mal un bien o servicio; cuando el Estado lo monopoliza, perdemos esa capacidad y, en consecuencia, es muy complicado que podamos desembarazarnos de los malos sistemas de provisión. A esta tendencia de largo plazo, se le han unido en los últimos años dos nuevos problemas. El primero es la insuficiencia presupuestaria del Estado (derivada de la crisis), que ha obligado a efectuar recortes que, presuntamente, han deteriorado aún más su calidad. Con ello, sólo se está poniendo de manifiesto que el Estado es un desastre gestionando recursos escasos: sólo es capaz de mantener unos mínimos y precarios estándares de calidad en los servicios sociales echando cantidades ingentes y crecientes de dinero público sobre ellos. El segundo problema han sido las mal llamadas privatizaciones: ante la crisis presupuestaria y su incapacidad de administración, los Estados han externalizado la gestión de muchos de esos servicios a entidades privadas. La idea puede parecer buena en la teoría, pero en la práctica presenta enormes problemas operativos: por ejemplo, los políticos pueden ser corrompidos, entregándole la gestión del servicio (y el presupuesto afecto al mismo) al mejor postor-corruptor. En un mercado libre, es cada ciudadano quien escoge su proveedor privado: no son los políticos quienes los eligen (y los imponen) en nombre de los ciudadanos. De ahí que, de nuevo, la mala calidad de los servicios públicos no cabe imputársela al liberalismo, sino más bien a la mezcla del deficiente estatismo con un neoliberalismo corrompido que se aprovecha de las carencias intrínsecas a ese deficiente estatismo.

·         «El resurgimiento de la pobreza infantil»: La pobreza infantil está estrechamente vinculada al desempleo. En España, por ejemplo, la pobreza es un fenómeno totalmente ligado al paro. ¿Y cuál es la causa del desempleo? De entrada, una crisis financiera que, como ya hemos explicado, no es consecuencia del liberalismo, sino de los privilegios que otorga el Estado a la banca. Pero, además, a ese paro provocado por la crisis, se le suma otro generado por la regulación estatal: la regulación laboral diseñada por los Estados con el presunto propósito de proteger al trabajador termina encareciendo artificialmente el coste de contratarlo, condenándole a ingresar en un ejército de desempleados sin perspectivas vitales de prosperar profesionalmente. Es ahí donde se genera el caldo de cultivo de la pobreza infantil. Pero, claro está, la forma de contrarrestar esa pobreza infantil pasa por crear empleo, y para crear empleo necesitamos un mercado laboral libre, no un mercado laboral hiperintervenido. En contra de lo que sostiene Monbiot, otorgar más privilegios a los sindicatos no remediaría el problema, sino que lo agravaría: encarecer todavía más la contratación (subidas de salario no ligadas a la productividad, reducción de jornadas laborales sin revisión salarial, prohibición del despido…) y aumentar el desempleo. La prueba más evidente de todo ello es España: la tasa de paro media de España entre 1980 y 2010 fue del 17%. La regulación laboral a la que desean regresar muchos antiliberales —la anterior a las últimas reformas laborales— es la responsable de consolidar una de las mayores tasas de paro del mundo.

·         «La desigualdad de ingresos»: Las causas que explican el aumento de las desigualdades durante las últimas décadas son variadas y complejas. Monbiot las achaca a «la demolición del sindicalismo, las reducciones de impuestos, el aumento de los precios de vivienda y alquiler, las privatizaciones y las desregularizaciones». Pero lo cierto es que las desigualdades comenzaron a aumentar en los 70, década en la que nada de todo esto se venía produciendo. Aparte, las desigualdades no se explican por un incremento de los beneficios empresariales a costa de los salarios, sino por un ensanchamiento de los diferenciales salariales (los trabajadores cualificados cobran cada vez más que los no cualificados), de modo que esas desigualdades se mantendrían por mucho que reforzáramos el sindicalismo o aumentáramos los impuestos. Como ya hemos explicado antes, el liberalismo no considera que la desigualdad sea necesariamente negativa: si es el resultado de la libre interacción de las personas, entonces no tiene nada que objetar. Sin embargo, hay razones para pensar que una parte importante de la desigualdad que observamos en la actualidad no es el resultado de tal libre interacción: por un lado, muchas rentas extraordinarias derivan hoy del proceso político (de los lobbies que capturan favores estatales vía contratos públicos o regulaciones a su favor); por otro, si la desigualdad trae causa de una brecha formativa, es evidente que la deficiente educación pública (focalizada solo en generar universitarios no siempre adaptados a las necesidades del mundo moderno, en lugar de profesionales, universitarios o no, capaces de insertarse en nuestros mercados laborales dinámicos y cambiantes) tendrá gran parte de la responsabilidad en ello. Por tanto, habría que remediar las desigualdades, pero no con más estatismo fallido, sino con más libertad. No deberíamos caer en la trampa de pensar que el liberalismo necesariamente genera desigualdades y que esas desigualdades implican el empobrecimiento de una parte importante de la sociedad: la liberalización del comercio global está reduciendo las desigualdades y la pobreza global como nunca antes habíamos visto en nuestra historia. Que dentro de Occidente la desigualdad esté aumentando se debe a otras razones, muy vinculadas con el exceso de Estado —y, además, de una mala política estatal— en lugar de con un exceso de libertad.

·         «El colapso de los ecosistemas»: Es cierto que el mundo padece muchos problemas ambientales. La razón de ello es que contaminar sale en muchos casos gratis. Y sale gratis porque quienes padecen la contaminación en sus propias carnes no pueden sancionar directamente a los contaminadores: quienes deciden cuándo una actividad de contaminación es ilegal y qué sanción le corresponde al contaminador son los políticos a través de las correspondientes regulaciones sectoriales. Este enfoque es, no obstante, totalmente opuesto al liberalismo: el liberalismo defiende el escrupuloso respeto a la propiedad privada, y ello también abarca el respeto frente a la contaminación. Cualquier persona que vea contaminada por cualquier medio su propiedad debería poder demandar por daños y perjuicios al contaminador, exigiéndole que cese en su actividad ilícita a menos que le abone una compensación que el contaminado juzgue como suficiente (algo que defendía un liberal como Ronald Coase en su famoso teorema de Coase). Entre las propiedades privadas que deberían ser protegidas frente a la contaminación también se encuentran las propiedades privadas comunales (procomunes varios: tierras de labranza, lagos, bosques, ríos, caladero de pesca, etc.), tradicionalmente exitosas a la hora de evitar la sobreexplotación de los ecosistemas (tal como estudió la Premio Nobel de Economía Elinor Ostrom). En el mundo actual, sin embargo, los Estados han desprotegido a la propiedad privada frente a la contaminación (es decir, otorgan a los contaminadores un privilegio sobre los derechos de los propietarios a no ser contaminados) y en mucho casos han llegado a expropiar (ya sea para nacionalizar o para entregárselos a corporaciones privadas) las propiedades privadas comunales, dejando a los procomunes desprotegidos frente a prácticas mercantilizadoras que los sobreexplotan y deterioran. De nuevo, la raíz de estos problemas se encuentra en que el Estado ha decidido administrar monopolística y centralizadamente la «política medioambiental», con el consabido resultado de que ha desprotegido a los ciudadanos frente a la contaminación y ha confiscado los procomunes a sus legítimos propietarios que eran, además, quienes sabían gestionarlos con criterios de sostenibilidad. Si a esta equivocada política medioambiental del Estado la queremos llamar «neoliberalismo», bien está: pero quede claro que eso no es liberalismo y que la respuesta liberal sí sería la solución a gran parte de nuestros males medioambientales.

·         «La epidemia de la soledad»: Es cierto que nuestras sociedades modernas se caracterizan por la fragmentación social y, en muchos casos, por el aislamiento y la soledad de las personas. El liberalismo reivindica la libertad del individuo frente al grupo (esto es, que las mayorías no puedan tiranizar a las minorías), pero a su vez también defiende la libre asociación de un individuo con otros individuos. Por consiguiente, el liberalismo no puede hallarse en la raíz del socavamiento de instituciones sociales tan gregarias como la familia, las agrupaciones locales, las iglesias o las asociaciones de asistencia mutua: lo único que reivindicaba el liberalismo es que las personas tienen derechos frente a cualquiera de esos grupos, no que tales grupos deban desaparecer. Por el contrario, el Estado sí ha tratado históricamente de constituirse en un monopolio de la obediencia: cuando las personas forman parte de otros grupos y poseen otros vínculos y lealtades sociales que valoran más que los vínculos políticos, entonces la obediencia al Estado deja de ser absoluta (y recordemos que el Estado aspira a ser soberano: autoridad última sobre todo). De ahí que el Estado siempre haya recelado de la familia, de la autonomía municipal, de las iglesias o de las mutualidades: en ciertos momentos, el Estado ha fagocitado a algunos de estos grupos (los municipios se han transformado en una rama administrativa más del Estado; y en muchos países la religión es estatal), mientras que en otros ha tratado de reemplazarlos (el Estado de Bienestar es una forma de sustituir los servicios que tradicionalmente habían venido prestando las familias o las mutualidades en forma de cuidado de menores, cuidado de ancianos, previsión social, aseguramiento frente a riesgos, educación de los niños…). Sorprende que, una vez el Estado ha terminado fragmentando y minado todos los vínculos cooperativos que mantenían a la sociedad unificada (salvo, acaso, los vínculos estrictamente mercantiles, donde efectivamente el mercado todavía goza de preponderancia), entonces los defensores del Estado grande se quejen de que la sociedad está desapareciendo y de que las redes de cooperación social voluntaria se están extinguiendo: no, el Estado las ha matado para monopolizarlas y, evidentemente, la forma de resucitarlas no es con mayor estatismo, sino con mucha más sociedad civil (justo lo que reivindica el liberalismo). Nuevamente, si queremos denominar neoliberalismo a un sistema político que consiste en erradicar toda forma de interacción social salvo la económica, dejando esta última a un mercado (muy regulado por el Estado), bien está, pero no mezclemos esto con el liberalismo, que siempre ha defendido una sociedad civil vigorosa e integrada merced a la libre asociación de personas.

·         «El ascenso de Donald Trump»: En los últimos años estamos asistiendo a la emergencia de formaciones políticas populistas: tanto populismo de derechas (Trump en EEUU o Le Pen en Francia), como populismos de izquierdas (Podemos en España, Syriza en Grecia, o Corbyn en Reino Unido). Ciertamente, el populismo es un problema, pero no es un problema achacable al exceso de liberalismo, sino a que muchas personas siguen teniendo fe en la política como herramienta para imponer sus preferencias y sus intereses sobre el resto de los ciudadanos aun a costa de quebrantar sus libertades. Monbiot pretende explicar el ascenso de Trump por la incapacidad de la política para seducir a los ciudadanos: «Cuando la política deja de dirigirse a los ciudadanos, hay gente que la cambia por consignas, símbolos y sentimientos. Por poner un ejemplo, los admiradores de Trump parecen creer que los hechos y los argumentos son irrelevantes». Pero es justamente al revés: Trump es un éxito de la repolitización agresiva de una parte de la sociedad. Lo mismo que Podemos en España. Aquellos que jamás se habían metido en política, o que lo hacían de manera desilusionada, han recuperado su fe en la política como una herramienta «de cambio». Pero, ¿de qué clase de cambio? No un cambio para alejar al Estado de nuestras vidas, sino un cambio para legitimar un intervencionismo estatal desacomplejado, frentista, exclusivo y parasitario. Trump ya ha alertado de que va a utilizar el Estado como un arma contra los extranjeros (inmigrantes y exportadores foráneos); Podemos ya ha alertado de que va a utilizar el Estado como arma contra los ricos. Ni uno ni otros se plantean si, al hacerlo, están respetando las libertades de los damnificados: no les importa, dado que justifican el uso de la coacción estatal tan sólo en el interés de los grupos de electores a los que defienden («las mayorías sociales»). Por eso, el problema no es que la sociedad se haya vuelto demasiado liberal, sino que mucha gente no es lo suficientemente tolerante como para entender que no debe utilizar la coacción estatal para imponerse sobre los demás. Al contrario de lo que dice Monbiot, el populismo liberticida no surge de «una pérdida de la autoridad ética [de los Estados] derivada de la prestación de servicios públicos»: surge justamente de que el Estado disfruta de una hiperlegitimidad para hacer y deshacer a su antojo, motivo por el cual se forman agrupaciones de electores que desean capturar esa máquina de poder para instrumentarla según sus intereses. Quizá el neoliberalismo —como ideología política tecnocrática de élites que planifican la vida de la gente de un modo totalmente ajeno a sus preferencias— pueda tener alguna responsabilidad, pero desde luego no el liberalismo.

En definitiva, según qué definición adoptemos de neoliberalismo, sí cabrá hallarlo en la raíz de muchos de los males de la modernidad. Tal vez no como el único o determinante factor, pero sí como uno de lo que refuerzan ciertas tendencias negativas. Ahora bien, debe quedar bien claro que neoliberalismo es no-liberalismo: toda la responsabilidad que pueda tener el neoliberalismo en la gestación de esos males la tiene en la medida en que se separa de los presupuestos del liberalismo clásico o del liberalismo libertario. De hecho, y paradójicamente, lo que Monbiot propone —ni socialismo ni capitalismo— no es una alternativa al neoliberalismo dominante, sino una reafirmación del mismo. Lejos de reconocer el fracaso de sus propias ideas, Monbiot opta por construir un muñeco de paja al que imputarle la responsabilidad de ese fracaso. Una simple huida hacia adelante para no reconocer que el neoliberalismo —la economía social de mercado— no es más que otro rostro de la fallida socialdemocracia europea. La verdadera alternativa revolucionaria a día de hoy no es un estatismo neoliberal mucho más agresivo que el actual, sino regresar a los principios fundacionales del liberalismo.

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