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Jun, reflejo de España

Publicado en Libertad Digital

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De hecho, la diferencia fundamental entre países pobres y ricos es el grado de respeto a la propiedad privada. Eliminarla supone abolir el sistema capitalista y la libertad. En su ausencia, la economía se desmoronaría y el ser humano caería presa de la violencia del más fuerte: estaríamos ante una degradante eutanasia colectiva.

En España, gracias a la poco liberal Constitución del 78, la propiedad privada queda subordinada a la discrecionalidad política. El artículo 33.3 sanciona la legitimación política para expoliar al ciudadano "por causa justificada de utilidad pública o interés social". No tenemos ninguna garantía de que "lo nuestro" continúe siendo nuestro al cabo de unos meses, salvo una cada vez más tímida confianza en las instituciones.

España no se colapsa en una orgía de autodestrucción no porque sepamos que el poder político no emprenderá una masiva nacionalización de nuestra riqueza, sino porque confiamos en que no lo hará. Varias décadas avalan que los políticos españoles no son mucho más carroñeros que el resto de políticos occidentales, y que, por tanto, la inversión en nuestro país no es especialmente arriesgada.

No obstante, no deberíamos dormirnos en los laureles. Cuesta mucho ganar la confianza, pero muy poco perderla. Las famosas fugas de capitales, el "dinero caliente" contra el que tanto braman los socialistas, supone sólo la materialización del miedo de los inversores al Estado.

Además de provocar la descapitalización, el intervencionismo gubernamental tiene un efecto incluso más dañino para la economía y la libertad. El siglo XX ha encumbrado al Estado como rector del bien y del mal; sus leyes, cualquiera que sea su contenido, no pueden ser injustas por ser fruto de la mayoría.

Por desgracia, el Estado es un modelo de referencia para miles de personas. Sus abusos, tropelías e inmoralidades se traducen a su vez en abusos, tropelías e inmoralidades de los ciudadanos. Imaginen que el Parlamento aprobara una ley por la que se instara a los cuerpos de seguridad a apalear a todos los que llevan gafas. ¿Acaso no tendrían una coartada los violentos, terroristas y maleantes para dar rienda suelta a su sadismo actuando como el Estado?

A este respecto, decía Kelvin Throop que "si la gente se comportara como el Estado, llamarías a la policía". En el caso de los lamentables sucesos del pueblo granadino de Jun, la frase no podría ser más certera. Los delincuentes que ocuparon las viviendas se comportaron como la ministra Trujillo había anunciado que se comportaría el Gobierno.

La anécdota de que los criminales blandían un recorte de prensa con el anteproyecto de la Ley del Suelo no debería ser considerada anécdota, sino más bien categoría. No fue casualidad que la ocupación masiva de Jun tuviera lugar después de que se conociera la voluntad política de expropiar las viviendas vacías; de hecho, el expolio tomó como soporte intelectual la ideología socialista y antiliberal del Gobierno.

Los sucesos de Jun ilustran perfectamente la situación de la libertad en España; son la viva imagen del despotismo talentoso que padecemos todos los ciudadanos. Zapatero parece dispuesto a derrumbar todas las barreras morales de la sociedad: ni siquiera la vivienda está a salvo de su rapiña colectivista.

En nuestras sociedades positivistas, el contenido de la justicia está monopolizado por las habladurías de los políticos. Su voracidad represiva se convierte en prebenda ajena. Con el Estado, todo el mundo quiere vivir a costa de los demás. Pero cuando esta maquinaria redistributiva y malévola llamada "Estado" resulta incapaz de responder con celeridad a sus demagógicas promesas, una parte de la población decide "tomarse la justicia por su mano". Ya decía el pensador decimonónico Lysander Spooner que las diferencias entre el Estado y un asaltador de caminos eran mínimas: ambos coaccionan, reprimen y expolian al ciudadano.

El problema es que en Europa, a diferencia de EEUU, no tenemos ningún mecanismo real para defendernos de los abusos del Gobierno, de esos salteadores de caminos. Estamos totalmente inermes ante la ofensiva de unos criminales –tanto los políticos como los de baja estofa– que no dudan en atacarnos cada vez con mayor ahínco; es más, su agresión se produce precisamente porque son conscientes de que los propietarios están indefensos y desarmados.

La Segunda Enmienda a la Constitución de EEUU, que consagra el derecho a las armas, se añadió para evitar que el Gobierno se totalizara. Ningún ejército, por copioso que fuera, llegaría a superar en número a una población totalmente armada. En Europa, todos los tiranos, desde Lenin a Hitler, tuvieron como prioridad desarmar a sus poblaciones para poderlas exterminar. Conferir el monopolio de la defensa al Estado tiene un problema evidente: quis custodiet ipsos custodes? (¿quién nos guarda de los guardianes?).

Ahora bien, Europa no sólo se diferencia de EEUU por estar desarmada físicamente, también éticamente; nuestra decadencia cultural es mucho más acentuada que al otro lado del Atlántico. Padecemos una peligrosa degradación moral, inducida por los distintos totalitarismos, incluido el paternalismo asfixiante del Estado de Bienestar, que se plasma no sólo por el lado de unos delincuentes que obtienen respaldo y argumentos para sus acciones, sino, y lo que es más lamentable, por el de las víctimas.

Hemos dicho que los vecinos de Jun fueron incapaces de defenderse ante el ataque a su propiedad; lo que no queda tan claro es si estaban dispuestos a hacerlo. El Mundo recogía las declaraciones, la sumisión y el síndrome de Estocolmo, de uno de ellos: "Cuando intentas echarlos, te enseñan el recorte del periódico y te dicen que tienen derecho y que el Gobierno les da la razón. Pero esa ley todavía no ha entrado en vigor; era sólo un borrador ¿no?".

Lo preocupante no es tanto que exista el mal –siempre habrá personas dispuestas a delinquir, a dirigir la vida de los demás, a utilizar la violencia para imponer sus fines–, sino que las víctimas se resignen ante el mal.

A la persona que emitió esa declaración le acababan de ocupar su casa, y la única respuesta y esperanza que le quedaba era que el Gobierno no hubiera aprobado todavía la ley que legitimaba la conducta criminal. Esta actitud pasiva, desinteresada y conformista, fruto de décadas de estatolatría, es el auténtico cáncer de las sociedades liberales; el Estado, su intervencionismo, su coacción y su represión se asientan sobre el tácito consentimiento de la mayoría de la población.

Una población que es diariamente apaleada a través de restrictivas regulaciones, sangrantes impuestos e incluso desahucios y expropiaciones, pero que, inexplicablemente, sigue fiel a sus verdugos. Un yugo servil que para algunos puede resultar llevadero, pero que otros lo consideramos excesivamente pesado. No hay ningún problema en que la gente renuncie a su libertad mientras no nos obligue a renunciar a la nuestra.

El problema de Occidente es que un rebaño silencioso legitima las intromisiones del trasquilador estatal sobre todos los ciudadanos. Ese mismo rebaño silencioso que no protesta por estar indefensos, que no protesta por su dependencia del Estado de Bienestar, que no protesta por que el Gobierno expropie las casas, ni siquiera cuando se trata de las suyas.

Se trata, en definitiva, de una estampa deplorable que no augura buenos tiempos para la libertad en España. No sólo debemos preocuparnos por la imagen que estamos mostrando en el extranjero, sino, sobre todo, por el camino de servidumbre que estamos recorriendo. El socialismo no dudará en avanzar y domeñar a la sociedad en tanto ésta se lo permita.

Los ocupas de Jun han sido la avanzadilla de Trujillo, los primeros ejecutores del tipo de sociedad que el PSOE y el resto de partidos políticos quieren implantar en España. En cierto modo, pues, Jun ha sido un reflejo de España: los criminales ladronzuelos por un lado y las decadentes víctimas resignadas por el otro.

Las armas y tretas represivas del Estado no se detendrán, ya que su única finalidad es crecer y multiplicarse. Sólo una cosa interesa a nuestros gobernantes: el poder. Un poder absoluto que, en buena medida, es incompatible con nuestra libertad. No duden en cuál será la elección de los liberticidas ante semejante disyuntiva. La pregunta es cuál será la nuestra.

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