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La desregulación de Trump, ¿trampa o realidad?

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La regulación pública que conocemos no es más que la manifestación de un poder de coacción.

Una de las últimas órdenes ejecutivas firmadas por el Presidente de EEUU ha sido la aparentemente ambiciosa regla que exige que para aprobar una ley deban eliminarse dos. Desde luego, para quienes desconfían de los políticos y los efectos de sus medidas puede ser una excelente noticia, no sólo porque su objetivo es reducir la regulación sino también por la posible influencia que pudiera tener en el resto de países, ahora o en el futuro. Pero, ¿será efectiva?

No es tan sencillo que con esta medida logren reducir la asfixiante legislación que sufren los estadounidenses, común en las democracias occidentales. No sólo porque lo importante no sea el número de normas (pues pueden unirse varias de ellas en una y burlar la regla), sino su coste: pues el de la nueva regulación supera al de las dos normas eliminadas, se estará en una peor situación.

¿Realmente es un ‘corsé regulatorio’?

Puede decirse que aunque deba desarrollarse esta medida, al menos es un principio general, un «corsé regulatorio». ¿Lo sería realmente? A tenor de la experiencia de otros países, no.

Reino Unido, por ejemplo, que llega a exigir la eliminación de hasta tres normas por cada una nueva, aplicó este «corsé» de tal modo que casi el 50% de las regulaciones aplicadas en 2011 y primera mitad de 2012 se escaparon de esta regla (regulaciones impuestas por la UE, regulaciones que actualizaban las ya existentes -como el salario mínimo-, las leyes tributarias, las relativas al riesgo sistémico del sistema financiero, etc.). Por eso se estima que desde 2015 a 2020, la administración británica efectivamente ahorrará algo más de 1.000 millones de dólares que no compensarán, ni de lejos, los más de 10.000 millones de nuevos costes de la nueva regulación que escapa al corsé regulatorio. Trump, de momento, deja fuera a las agencias «independientes» (como la Comisión de Valores) y a lo que afecte a la Seguridad Nacional.

¿Qué sucederá?

La cuestión es: ¿cuál es la regulación que favorece quien aplica esta medida, en este caso Trump? ¿Si va a ser un proteccionista de tomo y lomo, eliminará la regulación librecambista cuyos efectos considera costes terribles en favor de medidas mercantilistas? Alguien a quien sólo le interesa que se produzca en su país, da igual el qué; que no valora la calidad del trabajo (su proteccionismo resta productividad a los trabajadores, por tanto, su salario), el valor añadido creado (no es producir por producir, sino lo que es demandado), o lo eficiente de la producción (pues prohíbe aprovecharse de la innovación y tecnología del libre comercio), ¿es probable que termine por legar una regulación menos costosa aun con ese «corsé» que la que se encontró? Sentarse en el consejo de administración de las empresas para evitar que inviertan fuera del país, que es lo que significa sus aranceles, no es una regulación menor.

A falta de saber el desarrollo de la medida, lo que también le resta credibilidad es que sólo se centre en el flujo regulatorio en lugar del inmenso stock de legislación existente. Centrarse únicamente en las nuevas leyes que se aprueben es una manera de regular, no de desregular. Si se apostara claramente por desregular se auditarían todas las regulaciones existentes para su eliminación gradual. Si ya el supuesto corsé es bastante endeble, lo será más si no se le acompaña de una verdadera revisión normativa en el mismo sentido.

Una buena desregulación de partida: Hayek

Al final, la regulación pública que conocemos no es más que la manifestación de un poder de coacción, y la coacción, como expusiera F. Hayek, «es mala porque se opone a que la persona use de un modo completo su capacidad mental, impidiéndole, por tanto, hacer a la comunidad la plena aportación de la que es capaz«. Si ese fuera el principio de la orden ejecutiva firmada por Trump, desde luego, las cosas estarían más claras. Porque el programa desregulatorio se centraría en aquellas normas que menos capacidad mental restaran a los ciudadanos, es decir, las que son más específicas y concretas, y dejaría para el final las más abstractas y generales, que son las que más margen dejan a la acción de los individuos.

De hecho, el propio Hayek describió muy acertadamente que a medida que nos movemos de una ley general y abstracta a otra más específica y concreta, la fuente de la decisión que se toma con respecto a una acción particular se desplaza progresivamente de la persona que actúa hacia quien promulga la ley, el político.

Desgraciadamente, la hiperegulación actual es del segundo tipo, llegando a determinar el modelo de escuela que debe imperar en todo un país (asignaturas, deberes, libros de texto, escolarización obligatoria…), impedir contratar a trabajadores dependiendo de qué remuneración se haya pactado pacíficamente entre las partes (y todo tipo de condiciones), imponer los requerimientos físicos según el tipo de local comercial o trabas burocráticas para desarrollar multitud de actividades, determinar los distintos pactos entre arrendadores y arrendatarios que puedan surgir entre las partes, el modo en que se construyen las casas o los automóviles y, en fin, un largo y liberticida etcétera.

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