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La singularidad

Publicado en Libertad Digital

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La razón es sencilla; en su obra argumenta que, si dejamos libres al ingenio humano y la empresarialidad y no la agobiamos con regulaciones ecóbobas y prohibiciones basadas en el principio de precaución y otros estúpidos ataques gubernamentales al progreso, la segunda mitad del siglo XXI verá una revolución tecnológica sin precedentes desde que el hombre empezó a tallar huesos y hacer herramientas.

La historia humana ya ha padecido una singularidad, nuestra aparición sobre la faz de la tierra. Hasta ese momento, el progreso transcurría a la lenta velocidad de la mutación genética. Sin embargo, desde que empezamos a discurrir y a crear herramientas, es evidente que esa velocidad se ha incrementado en varios órdenes de magnitud. Mirándolo desde un punto de vista más amplio, hay más singularidades detectables, como la aparición de vida o el momento en que la evolución llegó a desarrollar los primeros cerebros. No obstante, la nueva singularidad a la que se refiere Kurzweil podría, según él, llegar mientras algunos de nosotros aún estamos con vida. Sería el momento en que las máquinas que estamos creando empiecen a ser capaces de diseñar versiones más avanzadas de sí mismas, un momento que sitúa alrededor de la mitad del siglo XXI. Para entonces ya habrán tomado la voz cantante del desarrollo tecnológico, pero a partir de ese momento el crecimiento y el ritmo de novedades tecnológicas sería tan rápido que los seres humanos sin “mejoras artificiales” serán incapaces de seguirle la pista.

Es evidente que la capacidad en velocidad de proceso y almacenamiento del cerebro humano (el hardware) será sobrepasada mucho antes. El problema, que como experto en inteligencia artificial que también es Kurzweil obviamente identifica, es el software, la capacidad de aprender del ser humano y de obtener patrones a través de la información que llega a los sentidos. Ese problema se solucionaría a través de la ingeniería inversa del cerebro humano, el conocimiento cada vez más exacto de cómo funciona el sustrato biológico en el que se alberga nuestra inteligencia. Eso implicaría una consecuencia adicional: al conocer mejor cómo funciona nuestro cerebro, permitirá la posibilidad de incorporar esa extraordinaria capacidad de las máquinas al mismo, aumentando nuestras capacidades cognitivas. Sólo así, concluye Kurzweil, el ser humano podrá adaptarse al acelerón de progreso que supondrá la singularidad.

La mayor crítica que se le puede hacer a Kurzweil, desde el punto de vista científico, es lo poco que hemos avanzado, dentro del campo de la inteligencia artificial, en la creación de “agentes” en relación con el rápido avance que tienen las herramientas. Estas últimas son los aparatos tecnológicos y las aplicaciones informáticas que conocemos bien: a partir de órdenes precisas y claras de los seres humanos, dan respuestas fácilmente predecibles y reproducibles una y otra vez. Si yo escribo una “o” en el teclado, sé que mi procesador de textos pondrá una “o” en pantalla. Los agentes, en cambio, son los dispositivos capaces de adaptarse a nuevos estímulos y reaccionar ante ellos, aprender de los mismos, interpretar las reacciones de los seres humanos en lugar de obedecerles literalmente. Un sistema de reconocimiento de voz que nos entienda cuando tartamudeamos o hablamos bien lejos de ese nivel de claridad que exigen aún, pese a todos sus avances, es un agente. Ese es el salto para el que necesitamos un mayor conocimiento sobre nuestro propio cerebro, y no está nada claro que se vaya a conseguir con la rapidez que predice. Las predicciones más arriesgadas que hizo en su anterior libro, de 1999, fallan precisamente ahí, cuando se necesitan agentes y no herramientas.

No obstante, el principal riesgo para los avances exponenciales que describe Kurzweil no tienen su raíz en la tecnología ni en la ciencia, sino en la política. El uso del principio de precaución, contradictorio consigo mismo como ha explicado Gabriel Calzada en numerosos artículos, puede llevar a la prohibición de investigaciones y aplicaciones prácticas de las mismas que dificulten o imposibiliten el progreso tecnológico. La tecnología y el capitalismo prometen resolver problemas para los que hasta ahora muchos consideran al gobierno como el único alivio posible. ¿De qué servirá, por ejemplo, la Ley de Dependencia cuando las minusvalías sean solventables mediante ingenios mecánicos y electrónicos? La única ventaja con que contamos es que los legisladores suelen ir muy por detrás de la tecnología con sus regulaciones. El riesgo, que la alcancen demasiado pronto.

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