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Las buenas intenciones no bastan para ayudar

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Pero las intenciones no son suficientes, y en vez de beneficiar a quienes queremos ayudar, puede que en realidad les estemos perjudicando.

Pensemos en las relaciones personales. Además de las buenas intenciones, se debe conocer en detalle a la otra persona para saber cuáles son sus necesidades y anticipar su reacción ante alguien que quiera echarle un cable. Hay personas que rechazan cualquier tipo de ayuda, por lo que nuestros intentos pueden resultar fallidos.

Esto sucede más de una vez en la ayuda externa que enviamos desde los países ricos hacia los pobres. A pesar de la pretensión de que lo sabemos todo, padecemos una relativa falta de conocimiento sobre esos países que se trata de suplir con cantidades ingentes de millones de dólares. No conocemos con la precisión necesaria cuáles son las necesidades más perentorias de esas sociedades, cuál es la mejor forma de satisfacerlas, ni cómo van a reaccionar exactamente ante la ayuda. De hecho, estas cuestiones sólo las conocen las personas que se enfrentan y sufren estos problemas concretos dentro de esos países.

Por ello, solucionar los problemas de los países pobres desde las oficinas de Washington D.C. es extremadamente complicado, a pesar de ser sugerente para la mentalidad de planificadores que tienen algunos y para el simplismo de otros. Y lo que es peor, en muchas ocasiones toda esta política es contraproducente, como han sostenido los críticos de la ayuda externa desde hace varias décadas. Así, ya el gran economista del desarrollo Peter Bauer alertaba hace medio siglo sobre la obsesión de la ayuda externa para favorecer el desarrollo: "Es poco probable que sea un instrumento importante, por no decir indispensable, para el progreso material de los países pobres". Además la calificaba como un mecanismo por el cual se transfiere riqueza desde los pobres de los países ricos (contribuyentes) hacia los ricos de los países pobres (líderes).

Otros autores más recientes, como el americano William Easterly o los africanos James Shikwati, George Ayittei o Dambisa Moyo, han destacado los efectos nocivos de este tipo de ayuda al introducir incentivos perversos sobre los políticos locales, fomentar la corrupción y dañar a los productores africanos. En concreto, Ayittei culpa a los países occidentales de prolongar la pobreza en África a través de la ayuda enviada a los corruptos líderes africanos, con la consecuencia de sostener dictaduras represivas y malas políticas económicas, y a través de programas que han desplazado las instituciones indígenas locales, clave del desarrollo futuro de África.

Todas estas advertencias y opiniones parecerían meras elucubraciones políticamente incorrectas si no fuera porque están avaladas por la teoría y la evidencia empírica. Esto último lo acaba de constatar el caso de los envíos de ayuda humanitaria a Haití, donde el mismo Gobierno ha pedido que se detengan estos programas. Las razones que han aducido son precisamente las que destacan los críticos de la ayuda externa: el fomento de la corrupción –generándose bandas de delincuentes que luchan por hacerse con los envíos de ayuda– y los nocivos efectos sobre los productores locales –al ver sus precios artificialmente hundidos por la llegada masiva de productos.

Consecuencias que debían haberse tomado en cuenta, de no ser porque a veces nos cuesta ver la cruda realidad, ocultada por nuestra inherente sensibilidad ante fenómenos y situaciones trágicas.

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