Skip to content

Los fallos del político los pagamos todos

Publicado en Libertad Digital

Compartir

Compartir en facebook
Compartir en linkedin
Compartir en twitter
Compartir en pinterest
Compartir en email

ecuente el suicidio entre los voluntarios para ir al frente que eran rechazados por no resultar aptos. En contraste, si se pregunta a la izquierda política de nuestro tiempo cuales son los ideales que debe defender occidente, la respuesta será tal brebaje de generalidades grandilocuentes sobre la humanidad, el diálogo entre civilizaciones, los derechos humanos, la legalidad internacional emanada de la ONU, la paz mundial o el desarrollo sostenible, que ni un insecto se dejaría matar por ellos.

Cuando se ha conseguido llevar a la mitad más próspera y libre del planeta a este estado de desfonde intelectual y moral, el terreno queda convenientemente abonado para que fructifiquen hasta las ideas más delirantes de la intelectualidad orgánica de izquierdas, siempre removiendo los cascotes del muro de Berlín, a la búsqueda de alguna idea que no ofenda en exceso la inteligencia humana. En este estado de postración intelectual, no resulta extraño el extraordinario florecimiento de la irracionalidad, el misticismo absurdo y las doctrinas descabelladas, de todo lo cual el movimiento de la Nueva Era es su principal expresión.

Si el progresismo es la quintaesencia de la ingravidez intelectual, la New Age es su trasunto oligofrénico, lo que la convierte, de inmediato, en una propuesta atractiva para el espíritu contemporáneo, pues ofrece una oportunidad para integrar todos aquellos elementos absurdos que la esquizofrenia postmoderna había dispersado.

El movimiento New Age es una corriente cultural (es decir contracultural), cuyo origen se localiza en la costa oeste de los EEUU durante la década de los sesenta, que se basa en una concepción mágica de la realidad, en la que los arcanos de las culturas más disparatadas (atlantes, rosacruces), las terapias más absurdas y una antropología irracional, se trufan con un mesianismo milenarista, un pacifismo ultramilitante y el inevitable toque OVNI, formando una grasienta empanada de imposible digestión. La renuncia intelectual de sus practicantes es tan severa, que dentro del movimiento de la Nueva Era no resulta extraño encontrar a cristianos que creen firmemente en la reencarnación, o estrellas de Hollywood, cuya evidente politoxicomanía y hedonismo no les impide declararse fervorosas seguidoras del ascético budismo zen.

En realidad, la New Age sirve perfectamente a los fines establecidos por los ideólogos de la guerra contracultural, pues su mística, al contrario que la judeocristiana no está basada en la comunión o el crecimiento personal, sino en la disolución total con un evanescente “todo cósmico”. Este carácter decadente de la ética y la estética New Age, que entroniza el relativismo moral y cultural como un valor a perseguir, convierte a esta corriente en un aliado virtuoso de la intelectualidad progresista, en su tarea de dejar a la sociedad sin recursos eficaces contra su propaganda anticapitalista.

Es hora de insistir en que el capitalismo es el único sistema que permite al individuo llegar tan lejos como su inteligencia, ambición o habilidad le lleven, recompensándole en consecuencia. Bajo el orden capitalista, el éxito no depende del dictado arbitrario de unos pocos sino de la aceptación de una mayoría libre. No nos engañemos. Nuestro sistema de vida capitalista no es atacado por este ejército de zombis morales por sus defectos (que los tiene como toda obra humana), sino precisamente por sus virtudes. La motivación real de los colectivistas hegeliano-marxistas que controlan nuestra cultura, no es su amor por el comunismo o su pasión por la “liberación del tercer mundo oprimido”, sino su odio visceral hacia el sistema de vida occidental capitalista. Su mediocridad les impide admitir que el éxito de los demás se debe a su superior talento o disciplina; por tanto insisten con empeño en que toda fortuna es fruto del robo y, por extensión, que la riqueza de los países prósperos procede de la explotación injusta de las zonas míseras del planeta. Por eso siguen repitiendo que los que defendemos la libertad civil y la propiedad privada somos peligrosos egoístas totalitarios, mientras que los apóstoles de mayores controles estatales o los que se declaran fascinados por el régimen castrista, son los auténticos adalides de la libertad y el progreso.

Ahora, más que nunca, es necesaria una rebelión intelectual y moral que desenmascare todo este veneno social y los agentes que lo inoculan. Aunque la tarea es ingente, es posible detectar algunos incipientes movimientos reactivos en amplias capas de la población. El éxito de iniciativas como Libertad Digital, o más coyunturalmente las masivas manifestaciones en defensa de cuestiones que afectan al orden social y a los principios en que se sustenta la unidad nacional, así lo demuestran a nuestro juicio. El nerviosismo de la izquierda lo corrobora. Es como si todos esperaran a que el vecino afirme públicamente que el “rey va desnudo” para sumarse con bravura a esta denuncia de lo evidente. Pues bien, proclamemos ya, ahora, que el rey no sólo va en pelotas, sino que además, estamos dispuestos a rebelarnos contra su tiranía con las herramientas que proporciona a todo hombre la razón, la moral y la inteligencia, para distinguir lo que la Historia ha demostrado que hace a las sociedades prósperas de lo que las esclaviza.

En última instancia, la única diferencia entre la conquista violenta del poder por una minoría totalitaria, como pretendía el leninismo, y la obtención del mismo por caminos difusos previa aniquilación del arsenal moral e intelectual de la sociedad, si finalmente sucede, sólo estribará en que la agonía habrá sido más larga y las víctimas mucho más numerosas. Es posible que estemos inmersos en una guerra perdida de antemano, pero aún así, nosotros estamos dispuestos a luchar en ella con todas sus consecuencias. ¿Y usted?

Más artículos

El día en que faltaban pisos

El tema de la vivienda es, sin duda, el principal problema de la generación más joven de país, podríamos decir de la gente menor de 35 años que no ha accedido al mercado de vivienda en la misma situación que sus padres, y no digamos ya de sus abuelos.