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Los gobiernos pueden delinquir

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Se parte de la premisa de que esa conducta posterior al secuestro contribuye precisamente al éxito de un crimen execrable. Dada la amplitud del tipo penal (art. 576 CP) todavía es mayor la probabilidad de que pueda considerarse, además, un delito de colaboración con banda terrorista, si la acción delictiva principal se ejecuta por los miembros de una organización así catalogada.

Nada de esto resulta novedoso en España. Aunque ya no ocupan portadas, durante años de extorsión y pillaje de la banda terrorista ETA, muchos allegados de secuestrados cedieron a la extorsión para que la banda los liberase de la tortura y la privación de libertad a que estaban sometidos.

Los casos de Emiliano Revilla, Julio Iglesias Zamora, Jose María Aldaya, Cosme Delclaux y tantos otros, suscitaron a la sazón reacciones muy distintas de los gobernantes socialistas y sus subordinados. Bien es cierto que a ese coro se sumaban amplios sectores de los medios de comunicación. Básicamente, personas que luego fueron condenadas por malversación de fondos públicos con el pretexto del terrorismo advertían a los familiares sobre las consecuencias penales que se derivarían de pagar un rescate, acción que, aseguraban, equivalía a la colaboración con banda armada. En algún caso se desató la demagogia de establecer una relación causal entre el pago del rescate por parte de los familiares –"ricos"– de los secuestrados y los asesinatos de los policías –"pobres"– servidores del Estado.

De hecho, la intervención del fiscal determinaba que estos familiares se vieran inmersos en procedimientos penales. No obstante, también en la mayoría de los casos la imputación de cooperación o complicidad en un secuestro o el más genérico de colaboración con banda armada no superaba la fase de instrucción. Los jueces de instrucción solían apreciar la concurrencia de la causa de justificación denominada "estado de necesidad" en un estadio preliminar de la causa y sobreseían libremente el asunto respecto a esos implicados. Un supuesto diferente se planteaba en el caso de los célebres "mediadores".

Ahora bien, el artículo 20.5 CP requiere que quien, para evitar un mal propio o ajeno, arguya el estado de necesidad demuestre que el mal causado no sea mayor que el que se trate de evitar; que la situación de necesidad no fuera provocada intencionadamente por él mismo y que el necesitado no tenga, por su oficio o cargo, obligación de sacrificarse.

Si bien la aplicación de esta eximente a familiares no ofrece mayor dificultad por las propias obligaciones jurídicas de prestación de ayuda entre parientes, la posición de los agentes del Estado no justifica jurídico-penalmente el pago de un rescate invocando esta justificación, o, al menos, no completamente, ya que estos últimos tienen unas obligaciones de persecución del delito sin más.

La vapuleada constitución vigente establece que "los ciudadanos y los poderes públicos están sujetos a la Constitución y al resto del ordenamiento jurídico" (art 9.1). Sin embargo, desde el precedente del "Alacrana" se ha instalado un escandaloso cinismo entre los miembros del Gobierno. Por un lado, presumen de las "gestiones" que conducen a la liberación de los secuestrados, pero, por otro, niegan el pago de rescate que resulta el corolario lógico de la autocomplacencia exhibida. Negación a la que no puede ser ajeno el carácter presuntamente delictivo de esa conducta.

De igual modo, resulta asombrosa la pasividad de los jueces competentes por averiguar la verdad de lo ocurrido y ventilar las responsabilidades a que haya lugar.

Porque, en efecto, la apariencia de comisión de un delito público, perseguible de oficio, demanda que, conocidos los hechos someramente ("notitia criminis"), el juez de instrucción competente deba abrir sumario, con o sin denuncia de parte, incluido el fiscal. En el caso del secuestro de los tres miembros de la asociación "Acción sin fronteras" en la franja del Sahel entre Mauritania y Mali, dado el lugar de comisión del hecho en el extranjero y la nacionalidad española de sus víctimas, nos encontramos ante un caso típico de competencia de los juzgados centrales de instrucción de la Audiencia Nacional, a través de la cual la jurisdicción española puede conocer en primera instancia de un asunto así, antes incluso de considerar si se trata o no de un delito calificable como terrorista.

Si bien en noviembre del año pasado las dificultades para averiguar los pormenores del secuestro en sede judicial resultaban obvias, no se comprende por qué el titular del juzgado central nº 4 de ese tribunal, Fernando Andreu, incoó diligencias sin citar a la persona liberada en marzo para interrogarla y haya esperado a la liberación de los otros dos cooperantes para hacerlo. Si las explicaciones oficiosas sobre esa inhibición para no perjudicar la liberación fueran serias, los mismos argumentos impedirían a los jueces "inmiscuirse" en los casos que la policía tarda en resolver. Aunque, ciertamente, proliferen jueces que actúan como epígonos del poder ejecutivo, esa línea de razonamiento invierte radicalmente lo que parecía la legalidad en España en cuanto a la persecución del delito. Son las fuerzas de policía, o, como en este caso, según alardea el Gobierno, los agentes del CNI quienes deben de dar cuenta inmediata al juez de sus investigaciones. Más aun cuando se descarta a priori la liberación por la fuerza.

La complacencia por la liberación de unos españoles tendrá una interpretación muy diferente para quienes están dispuestos a recurrir al secuestro de personas para lucrarse en los confines del globo donde recalen otros paisanos. La contumacia de este Gobierno puede deparar consecuencias indeseadas.

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