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Más Merkel, mejor Europa

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La prima de riesgo portuguesa cerró en los 519 puntos el viernes pasado, lejos de los 765 que alcanzó en 2012 en plena crisis de deuda europea. 246 puntos menos pero insostenibles en el corto plazo. Pagar un 7% de interés por los títulos soberanos no puede afrontarlo ningún país, y menos aún uno como Portugal, una pequeña república que atraviesa una profunda depresión económica con la recuperación a años luz de distancia. El hecho es que Portugal si que fue rescatado por la troika hace ahora dos años y medio. Fueron días de furia aquellos de la primavera de 2011. La palabra rescate se puso de moda y todos la utilizaban como si fuese eso mismo, un rescate de verdad a partir del cual el rescatado pasaría a estar a salvo de cualquier peligro.

No era así. Ya se dijo entonces que los famosos rescates no servían más que para alargar la agonía, que era lo más parecido a extender gratuitamente el crédito a un ludópata que se ha dejado hasta la ropa en el casino. El ludópata en aquel momento era el Gobierno portugués, manirroto y fantasioso hasta decir basta, que quería seguir viviendo como si no pasase nada. Los socios de la zona euro aflojaron 78.000 millones de euros en varios pagos a cambio de que Lisboa aplicase un severo plan de recorte de gastos. El rescate y las medidas de ajuste que de él se derivaron provocaron un terremoto político que se cobró como primera víctima la cabeza del entonces primer ministro, el socialista José Sócrates.

78.000 millones de euros para un país con un PIB de poco más de 200.000 millones de dólares es mucho dinero, casi la mitad de la riqueza nacional inyectada de golpe a modo de préstamo en condiciones preferentes. Para hacerse una idea de lo que significó para la economía portuguesa descienda a otra escala, a la de una familia cualquiera que tiene unas rentas anuales de 60.000 euros y que, de golpe, la comunidad de vecinos le presta a bajo interés 25.000 euros a cambio de que vendan el Cayenne, la casa de la playa y de que saquen a los niños del colegio privado. En esas estaba Portugal cuando llegó al Gobierno Pedro Passos Coelho en junio de 2011.

En 2010 el Gobierno portugués había cerrado el año con un monstruoso déficit público del 9,8%, tan sólo unas décimas menos que el año anterior, cuando las cuentas se tiñeron de rojo sangre con un 10,2% de déficit. Sócrates, que no en vano era conocido como el Zapatero luso, decidió enfrentar la crisis gastando más, con la diferencia de que Portugal no había tenido años buenos de los que tirar, años que en España habían dejado mucho dinero en la caja para que el Estado aguantase los dos primeros años de crisis sin despeinarse.

Un país pequeño no podía aguantar semejante tren de gasto, máxime cuando ese país pequeño produce entre poco y nada. Portugal es, a pesar de sus más de diez millones de habitantes y su privilegiada ubicación geográfica en la fachada atlántica europea, un enano económico. Apenas tiene empresas multinacionales más allá de la petrolera GALP, la eléctrica EDP (ambas estatalizadas hasta la médula) y el banco Espirito Santo. A la anemia de la economía productiva portuguesa –la privada–, había que sumarle la metástasis de la improductiva –la del Gobierno–, con su más de medio millón de funcionarios (un 13% del total de ocupados) y su rosario interminable de empresas públicas. En Portugal, uno de los países más centralizados del mundo, no había ni hay autonomías, el Estado central lo gasta todo, lo que viene a confirmar que la sensatez no es cuestión de centralización o descentralización, sino del tamaño del Estado y de la intensidad con la que sus tentáculos aprietan a la sociedad civil.

El panorama en la vecina España no era muy diferente, pero aquí sí que tenemos grandes empresas, PYMES que se han puesto a exportar como posesas, un mercado de valores digno de tal nombre y el maná turístico que, con periodicidad regular, nos deja unos 60.000 millones de euros limpios de polvo y paja, a los que hay que añadir la actividad económica extraordinaria que generan a su alrededor. En Portugal no tienen esa suerte, no tienen tantas playas, ni tantas habitaciones de hotel, ni el continente tan cerca. El resultado es que daba igual la cantidad de dinero que la troika volcase sobre la moribunda economía portuguesa porque no iba a servir de mucho.

Tanto con Sócrates como con Passos Coelho el Estado portugués ha perseverado en su adicción al gasto. Los recortes, más duros que en España y con bastante más contestación social, han sido eso, simples recortes que no atacaban el problema principal. Portugal, como España, no necesitan recortes que prolonguen el sufrimiento y mantengan entre la gente la ilusión de unos servicios que no podemos costearnos, sino una reestructuración completa del Estado. Algo similar a lo que países como Suecia hicieron en los años noventa. Un replanteamiento integral del tamaño y las atribuciones del Estado que incluye, por descontado, una revisión del Estado del Bienestar.

Los 78.000 millones que soltó a tres partes el Fondo Europeo de Estabilidad, el MEEF y el FMI se han gastado ya. Es la misma historia de Grecia. Se confundió austeridad con recortes puntuales –y temporales– y al final ha pasado lo que tenía que pasar. Del mismo modo que un coche caro no anda sin gasolina y sin revisiones periódicas, un Estado caro no funciona sin ofrecer esa falsa idea de seguridad a sus súbditos, sin regar con dinero ajeno a un sinnúmero de clientelas. La austeridad no era eso. La austeridad es aprender a vivir con los recursos de los que se dispone. No es tan difícil, lo hacemos los individuos y las familias continuamente adaptándonos al cambio de los tiempos. El Gobierno portugués, en suma, pidió un dinero que no puede devolver y ahora quiere más. Los prestamistas lo saben, dudan de su solvencia y se cubren elevando el tipo de interés. Nada nuevo bajo el sol salvo la inepcia congénita de los políticos, que no aprenderán jamás.

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