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El desarrollo del Estado Autonómico: ¿una transición liberal?

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En la actualidad, el sistema político español está viviendo un proceso de transformación y profundo cambio que, en la práctica, modifica de forma sustancial el funcionamiento del Estado. Las recientes reformas estatutarias acaecidas a lo largo de la presente legislatura han de ser entendidas como una gran oportunidad para la extensión y desarrollo del liberalismo en el ámbito de las políticas públicas, pudiendo demostrar así su superioridad moral, práctica y teórica frente a los preceptos socialistas.

Más allá del mero debate acerca de los diversos tipos de nacionalismo que conviven en nuestro país, incluido el español, los nuevos estatutos (Valencia, Cataluña, Andalucía y Baleares), junto a los que aún quedan por llegar, propugnan un nuevo marco de relaciones a nivel institucional y político, cuya principal consecuencia radica en la profundización de la autonomía normativa y regulatoria propia de los gobiernos regionales. Este nuevo modelo implica, en realidad, el establecimiento de un sistema de contrapesos en el que un mayor protagonismo autonómico corre en detrimento del siempre peligroso poder central.

No por casualidad, la descentralización política y administrativa constituye un principio comúnmente asumido por las distintas corrientes del pensamiento liberal. Tanto la derecha francesa como la italiana y la estadounidense son ejemplos claros del apoyo firme y consciente hacia la asunción de un mayor poder por parte de las entidades locales y regionales. De hecho, cabe recordar aquí que la revolución norteamericana, madre de la Constitución liberal por excelencia en el ámbito de la praxis política, nace de la oposición al control imperial británico en materia fiscal y comercial. Es más, el movimiento secesionista sureño se contrapone a las ansias expansionistas y estatalistas de la Unión, lideradas con mano férrea por la polémica figura del presidente Abraham Lincoln. Es más, el virtuoso jacobinismo fue el precursor de la centralización administrativa en Francia, que hoy impera en gran parte del continente europeo.

Si algo caracteriza de modo indiscutible al totalitarismo, de toda clase, tipo y color ideológico, es, precisamente, eso: las ansias de poder absoluto en manos de un ente único y central, como bien explica en sus diversas obras Bertrand de Jouvenel. Y para lograrlo, el Estado, en su misión coercitiva y acaparadora de poder político, no duda en aplastar y neutralizar cualquier atisbo de autonomía e independencia regulatoria propias del resto de instituciones competidoras en materia de control e, incluso, influencia social. De ahí que tanto el comunismo como el fascismo, en su negación de la libertad individual, han de desprenderse primero del resto de actores sociales capaces de ofrecer una vía de escape y discernimiento al margen de la voluntad y directrices dictadas desde el único poder legítimo: entes territoriales (autonomías y municipios), partidos políticos, medios de comunicación, Iglesia, sindicatos, asociaciones independientes, bancos, empresas y, finalmente, individuos… todo, absolutamente todo, ha de girar bajo el núcleo gravitacional del líder supremo que ostenta la cúspide del organigrama estatalista.

No existe otro modo de alcanzar el poder absoluto que a través de la eliminación sistemática del resto de poderes, tanto a nivel vertical como horizontal, insertos en el ámbito social y político. Moscú fue en su día el centro de control del vasto imperio comunista, al igual que Berlín lo fue, en el oscuro lado fascista, para gran parte de Europa. Por ello, en la actualidad, Hugo Chávez, en Venezuela, Fidel Castro, en Cuba, o Evo Morales, en Bolivia, combaten enérgicamente las aspiraciones autonomistas de las regiones que se encuentran bajo su dominio territorial. De este modo, tratan de impedir el surgimiento de entidades políticas competidoras cuya estructura, al posibilitar el desarrollo de una mayor libertad individual, atraiga de forma masiva, como no puede ser menos, a sus esclavos y súbditos. Y es que, de no existir tal competencia, los muros levantados por el totalitarismo para impedir la salida al exterior de sus nacionales carecerían de todo sentido y utilidad, pues, el individuo, por mucho que se alejase del citado núcleo gravitacional, no lograría nunca escapar del control estatal, alcanzando así su ansiada libertad. Rusos, lituanos, rumanos, checos… todos vivían por igual sometidos bajo las órdenes del supremo líder soviético. Pero su influencia era limitada, ya que tras el Muro de Acero, se encontraba otro mundo, el occidental, y otro sistema, el capitalista, al que muchos deseaban cruzar, llegando para ello, incluso, a poner en riesgo su propia vida.

Sin embargo, la descentralización conlleva el auge de entidades locales y regionales con capacidad autónoma, aunque de momento limitada, para establecer sus propios marcos y normas regulatorias dentro del propio Estado nacional, fomentando con ello la competencia fiscal y económica entre los diversos territorios que lo constituyen y, al mismo tiempo, dificultando en gran medida el intervencionismo homogeneizador del Gobierno central. En el caso concreto de España, no por casualidad, nuevamente, las regiones forales del País Vasco y Navarra lideran el crecimiento económico y empresarial del país, erigiéndose en las comunidades cuyos habitantes gozan de un mayor bienestar, riqueza y renta per cápita. Sus respectivos gobiernos autonómicos recaudan y gestionan sus propios recursos financieros e impositivos al margen del resto de comunidades, ofreciendo así políticas diferenciadas, tendentes en muchos casos al liberalismo, que sirven de incentivos a empresarios y trabajadores. El propio Rothbard, al igual que expone Hoppe en su obra con respecto al modelo monárquico, reconoce que dicho foralismo ha sido la mayor aportación española a la teoría política.

Así pues, la descentralización política y administrativa, que tantos insisten en criticar, lejos de suponer un peligro o riesgo, acentúa dos esferas básicas de la praxis política. Por un lado, la autoridad de los gobiernos locales y regionales, lo cual implica el acercamiento de la administración a los ciudadanos, en términos de eficiencia, accesibilidad y comprensión. Pero también, en cuanto a la posibilidad de ejercer un control más férreo y directo de la gestión pública por parte de los individuos (la decisión de aumentar impuestos es mucho más visible).

Por otro, al competir más estrechamente, con entes descentralizados similares, el Gobierno regional pondrá énfasis y esfuerzo en el desarrollo y mantenimiento de políticas públicas claramente tendentes a mejorar los niveles de desarrollo y crecimiento económico puesto que, de no seguir tal dinámica, su población emigraría a contextos más favorables para sus intereses particulares. Es el denominado voto con los pies.

Tal argumentación teórica ya está demostrando algunos de sus efectos: el impuesto de sucesiones y donaciones, en manos de las autonomías, tiende a desaparecer; algunos gobiernos, como el de Madrid, ha anunciado rebajas tributarias notables en las rentas individuales, mientras que otras, como el País Vasco o Navarra, aspiran a bajar aún más el impuesto de Sociedades (por debajo del 30%). La España de las Autonomías ofrece así un escenario político favorable para el desarrollo y puesta en práctica de medidas liberales… Y todo ello, gracias a un principio económico básico: la libre competencia. Sólo que, en este caso, no se aplica sobre empresas o individuos, sino sobre entes administrativos, cuyo fin, no olvidemos, es igual al del resto: la mayor obtención de beneficios (impuestos) a través de la captación de clientes (contribuyentes). Luxemburgo, Mónaco, Irlanda, Andorra o Gibraltar constituyen hoy en día claros ejemplos de las premisas aquí expuestas.

A pesar de todo, cabe recordar también que la tan recurrente redistribución económica, igualmente aplicable al mercado interterritorial (Fondo de Suficiencia, subvenciones de la UE, etc.) configura un marco de competencia desleal y elevada intervención política que, sin duda, desvirtúa en gran medida los numerosos logros y avances propios de la descentralización administrativa que propugna y defiende el pensamiento liberal.

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