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El mito del reswitching

Publicado en Libertad Digital

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Una de las proposiciones más básicas de la teoría austriaca del capital es que una reducción del tipo de interés originará un alargamiento temporal de la estructura productiva. Esta conclusión deriva directamente de su concepción real del tipo de interés como la relación de intercambio entre los bienes presentes y los bienes futuros: si la utilidad de los bienes presentes se reduce con respecto a la de los bienes futuros, estaremos dispuestos a renunciar a una mayor cantidad de los primeros para incrementar la provisión de los segundos (o dicho de otra manera, el coste de oportunidad temporal de producir bienes futuros se reduce). Tipos de interés más bajos suponen una mayor disposición a esperar (a ahorrar) hasta que se produzcan los bienes futuros y por tanto más tiempo para adoptar procesos productivos que tarden más en dar sus frutos.

Una de las críticas más aparentemente devastadoras que se han dirigido contra esta concepción austriaca del capital suscrita por autores tan variopintos como Böhm-Bawerk, Jevons, Wicksell, Hayek o Fisher es la llamada paradoja del reswitching (o de la reversión de técnicas) desarrollada originalmente por Piero Sraffa. Básicamente, Sraffa sostenía que no había una relación concluyente entre los tipos de interés y la duración de los procesos productivos, de modo que una reducción del tipo de interés podría dar lugar a estructuras productivas que consumiesen menos tiempo (si es que había alguna forma de medir tal circunstancia).

Paul Samuelson sintetizó la visión sraffiana en un artículo de 1966 titulado A Summing Up, cuyo objetivo declarado era el de desmontar la teoría austriaca del capital. Desde luego, las conclusiones a las que llegó el Nobel no eran nada favorables para lo que podríamos llamar la “macroeconomía austriaca”: no había un relación clara entre tipos de interés y la duración de las técnicas productivas; unos menores tipos de interés podían disminuir la renta per capita y la dotación de capital; y, por si fuera poco, esta reducción de los tipos de interés podía no engendrarse mediante un mayor ahorro sino yendo de la mano de un incremento del consumo.

Samuelson ilustrataba la posibilidad del reswitching con el siguiente ejemplo: supongamos que tenemos dos métodos de producir una unidad de un producto (verbigracia, champán) al cabo de tres años; la primera técnica –llamémosle A– emplea en el primer año a 0 trabajadores, a 7 en el segundo y a 0 en el tercero (en el primer año crecen los viñedos en la naturaleza; en el segundo se produce brandy con ellos y en el tercero se deja fermentar en una unidad de champán); la otra –llamémosle B– usa a 2 trabajadores el primer año, a 0 en el segundo y a 6 en el tercero (2 trabajadores producen mosto el primer año, lo dejan fermentar en vino durante el segundo y 6 trabajadores dedican el vino a generar champán en el tercero). Así las cosas, ninguna de las dos técnicas es superior a la otra ante reducciones de los tipos de interés: con unos costes y precios dados, si los tipos de interés superan el 100%, la técnica A es más rentable que la técnica B; si éstos se sitúan entre el 50% y el 100%, la técnica B pasa a ser más rentable que la A; y, sin embargo, si el tipo de interés es inferior al 50%, la técnica A vuelve a ser más rentable que la B.

En definitiva: una reducción de los tipos de interés (de 150% al 75%, por ejemplo) favorecerá la transición hacia una técnica productiva (la B) menos eficiente (se emplean 8 trabajadores para fabricar una unidad de champán), pero reducciones sucesivas del tipo de interés (de 75% a 25%) volverán a llevarnos hacia la técnica productiva más eficiente (la A). Ni podemos saber cuál de las dos técnicas consume ni más tiempo ni, aunque pudiéramos saberlo, habría una relación concluyente con los tipos de interés.

O al mismo eso parecía a simple vista. Pues la realidad es más bien la contraria: el modelo de Samuelson adolece de una profunda incomprensión de la teoría austriaca del capital y de los tipos de interés.

Empecemos admitiendo uno de los problemas que sí posee la afirmación de que una estructura productiva consume más tiempo que otra: la única forma que tenemos de medir esto es estudiando cuán capital-intensiva es una estructura productiva (cuánto capital hay invertido por bien de consumo producido) pero, aún así, en muchos casos será muy difícil, si no imposible, medir esa intensividad del capital. Es cierto que en la mayoría de los casos sí podremos mensurarla sin demasiados problemas; por ejemplo, podemos emplear la rotación del capital en la economía, esto es, la ratio entre el valor monetario de los bienes de consumo finales (podemos aproximarlo por el PIB) y la suma de la dotación de capital de una economía más la inversión adicional de ese período. A mayor rotación del capital, menor intensividad del capital y viceversa. El problema de esta medida es que no resulta infalible, pues una parte de los bienes de consumo finales se “producen” fuera del mercado (por ejemplo, el tiempo libre), motivo por el que carecen de valores monetarios, y otra parte verá reducir sus precios al volverse más abundante, de modo que el gasto monetario no se incrementará por mucho que su producción se vuelva más eficiente (por eso Böhm-Bawerk buscaba una medida de productividad y de intensividad del capital en términos físicos, pero tal pretensión se me antoja problemática y escasamente realizable).

Pero que en algunos casos no se pueda medir con precisión la intensividad del capital no significa que una economía no pueda ser más o menos capital intensiva. Al fin y al cabo, el tiempo libre o la cultura tampoco integran el PIB de un país, pero ello no impide a la mayoría de economistas sentenciar –con bastante menos criterio– que una sociedad se enriquece cuando aumenta el PIB (aunque disminuya el tiempo el libre) y se empobrece cunado disminuye (aunque aumente el ocio). Si la economía se vuelve más capital-intensiva es simple y llanamente porque una menor propensión a consumir coloca en manos de los empresarios más tiempo y recursos para iniciar nuevos proyectos de negocio que incorporan capital; es decir, una mayor parte de nuestra renta se empleará en producir bienes de consumo futuros.

Sentado esto, podemos afirmar sin miedo a equivocarnos que el caso que emplea Samuelson en su artículo está viciado de raíz al limitar el número de técnicas disponibles para toda la economía a solo dos. Como recuerda Robert Murphy, los austriacos no sostienen que todas las técnicas productivas que se vuelvan viables con menores tipos de interés sean más productivas que las que eran viables a unos mayores tipos de interés, sino que es razonable suponer que siempre habrá técnicas muy productivas que no eran rentables con altos tipos de interés y que pasan a serlo con bajos tipos de interés (pensemos en los viajes espaciales, la construcción de infraestructuras, la inversión en I+D…).

Böhm-Bawerk hablaba de que ante las reducciones de los tipos de interés siempre existirían técnicas que, escogidas con inteligencia (wisely chosen), serían más productivas que las anteriores. Samuelson, después de limitar todo el arco de técnicas empresariales a solo dos, se ve forzado a reconocer, al final de su artículo, que esta intuición de Böhm-Bawerk es cierta. Dice Samuelson:

Mi sospecha es que en una economía mixta moderna tiene tantas técnicas alternativas a su alcance que puede, por decirlo de alguna manera, emplear útilmente el tiempo, pero con una tendencia a agotar los usos de igual rentabilidad para operar en una curva de rendimientos decrecientes.

Por consiguiente, en una economía moderna no tendremos dos técnicas –A y B– en alternancia, sino varios abecedarios de letras (tantas como ingeniosos sean los empresarios) que se irán ampliando conforme se reduzca el tipo de interés: en esa sopa de letras creciente, es muy probable que los empresarios encuentren técnicas al menos tan productivas como las actuales, de modo que al implementarlas la sociedad se hará un uso más intensivo y eficiente del capital en la producción de bienes y servicios.

Pero, por potente que sea esta réplica a Samuelson, no deja de ser una réplica insuficiente tanto por su carácter empírico (¿y si no hay técnicas más productivas?) cuanto, sobre todo, por no hacer justicia al verdadero análisis austriaco del capital y del interés que es el que Samuelson intenta desmontar. Me sorprende que ningún austriaco –que yo sepa– haya abordado hasta la fecha este punto, pues lo cierto es que el estadounidense sólo llega a poner en solfa la teoría austriaca del capital gracias a que emplea presupuestos keynesianos (y premarginalistas, como veremos).

Un defecto teórico muy importante de Keynes y de los keynesianos es que a la hora de determinar cuál es la eficiencia marginal del capital (lo que hoy llamamos la TIR o la rentabilidad del capital por unidad de tiempo) consideran que el valor del capital (el precio de los bienes de capital y de los salarios adelantados) está dado al margen de los tipos de interés. Es decir, equiparan el tipo de interés con el tipo de interés de los mercados crediticios (de los préstamos en dinero) dejando fuera todos los otros intercambios de bienes presentes por bienes futuros (por ejemplo, el pago de salarios a cambio de bienes de consumo futuros).

El problema es que el capital no es más que el valor presente de las rentas futuras que generará un determinado bien de capital (su productividad marginal descontada). De modo que la rentabilidad del capital tenderá a ser igual al tipo de interés en toda la economía: los sectores o mercados (incluyendo el de créditos) cuya rentabilidad supere al tipo de interés tenderán a atraer capital y aquellos en los que sea inferior tenderán a liberarlo.

Si Samuelson quiere caracterizar con las técnicas A y B a las estructuras productivas del conjunto de la economía (por ejemplo, una economía totalmente integrada y dedicada a producir champán) es absurdo sentenciar que una es más rentable que la otra a un determinado tipo de interés, pues las tasas de rentabilidad de ambas técnicas serán la misma y coincidirán con el tipo de interés del mercado de créditos, a su vez determinados ambos por la preferencia temporal de los trabajadores y del capitalista. Simplemente, dado que los salarios pueden equipararse a un préstamo a los trabajadores amortizado a través de los bienes de consumo futuros que producen, los salarios variarán hasta que su valor presente sea igual al valor presente de la mercancía producida.

Por ejemplo, si asumimos que se producen al final de tres años botellas de champán por valor de 1.000 um, con un tipo de interés en el mercado crediticio del 80%, al capitalista le es indiferente pagar salarios de 44,1 um por trabajador en la técnica A o de 44,5 en la B. En ambos casos su rentabilidad (80% anual) o su coste (171 um presentes o 1.000 um futuras) son idénticos. Es decir, con los pertinentes ajustes en los salarios ninguna técnica sería preferida a la otra: ni al 5%, ni al 20% ni al 1.000% de tipo de interés.

Lo que determinará si se escoge una u otra técnica productiva no será tanto el tipo de interés del mercado crediticio, sino la preferencia temporal del capitalista y de los trabajadores, que es la variable que determina la rentabilidad de la técnica productiva y el tipo de interés crediticio.

Planteémonos qué sucedería si los salarios se situaran por encima o por debajo de la productividad marginal descontada que a unos tipos de interés del 80% hacen rentable cualquiera de las dos técnicas productivas (es decir, si la TIR de las técnicas A y B se sitúa por debajo del 80% en el primer caso y por encima del 80% en el segundo). En el primer supuesto, el capitalista se negaría a contratar a los trabajadores para alguna de las dos técnicas, pues juzgaría que el valor temporal de los bienes presentes que adelanta sería superior al de los bienes futuros que obtiene y se dedicaría a ofrecer su capital en los mercados crediticios donde puede prestarlo a un tipo de interés del 80%. En el segundo caso, con salarios por debajo de la productividad marginal descontada, los trabajadores se negarían a trabajar, pues el valor de los bienes presentes que obtendrían sería inferior al valor presente de los bienes futuros que entregan, de modo que se endeudarían en el mercado crediticio pagando unos intereses anuales del 80% para implementar cualquiera de las dos técnicas.

Tengamos claro que si el capitalista no puede prestar o los trabajadores no pueden pedir prestado al 80% en los mercados crediticios sería simplemente porque el tipo de interés de mercado sería otro, o más alto (si es el capitalista quien se niega a prestar al 80%) o más bajo (si son los trabajadores quienes se niegan a endeudarse al 80%), y ese tipo de interés sería el que se arbitraría con la TIR (spread entre los salarios y los precios de los bienes de consumo) de las distintas técnicas productivas. O análogamente, si el capitalista no puede contratar a siete trabajadores por 44,1 um (o a ocho por 44,5) sería también porque el tipo de interés de mercado sería otro, o más alto (si es el capitalista quien se niega a adelantar salarios mayores) o más bajo (si son los trabajadores los que no aceptan salarios tan bajos).

Siguiendo con el ejemplo anterior, si los tipos de interés se encuentran en el 80% y alguno de los ocho trabajadores de esta economía no está dispuesto a trabajar por menos de 45 um, entonces es evidente que sólo una de las dos técnicas productivas será viable: la A (pues sólo habrá siete trabajadores dispuestos a ser contratados a unos salarios que compensan al capitalista por adelantar su capital). Si hubiese dos o más trabajadores que se negaran a trabajar por 44,1 um, entonces ninguna de las dos técnicas productivas sería viable, por lo que el capitalista prestaría sus ahorros en el mercado crediticio. Y si tampoco pudiera hacer esto último por no haber demanda de crédito a ese tipo de interés, entonces tendremos que concluir que el tipo de interés no es del 80%. El capitalista deberá buscar otras inversiones alternativas, menos rentables pero en las que sea necesario adelantar menos capital: por ejemplo –llamémosle técnica C– producir al cabo de tres años botellas de champán por un valor de 500 um, contratando a cuatro trabajadores en el segundo año por un salario de 50 um cada uno (es decir, en el segundo año se adelanta un capital de 200 um, lo que significaría que la TIR cae al 58%).

Creo que es fácil concluir, aun cuando no tengamos una medida objetiva de la intensividad de capital, que la técnica productiva C es menos capital-intensiva que la A o la B, pues emplea mucho menos capital en términos absolutos y también en relación con el producto final (teniendo en cuenta que parte de los trabajadores pasan a consumir “tiempo libre”, pues el coste de oportunidad de renunciar a él es mayor que la utilidad que logran del salario que se les podría pagar). En otras palabras, para que técnicas más productivas y más intensivas en capital como la A o la B pudieran iniciarse, sería necesario que el capitalista estuviera dispuesto a adelantar una mayor cantidad de capital a tipos de interés menores, es decir, que la preferencia temporal se redujera. Esto es justamente lo que sostienen los austriacos: habrá siempre proyectos muy productivos que no se podrán iniciar por ser los tipos de interés demasiado altos y que, por consiguiente, si esos tipos de interés se reducen pasarán a implementarse.

Por consiguiente, el ejemplo que ofrece Samuelson basado en productividades físicas no tiene ningún sentido (o más bien, sólo lo tendría si los salarios se mantuvieran constantes con independencia de la técnica elegida). Bajo esta perspectiva de equilibrio muy parcial, se mantienen constantes los salarios y los precios de los bienes de consumo para concentrarnos en estudiar los cambios en los tipos de interés. El problema es que en el conjunto de la economía, la relación entre los salarios presentes y los bienes de consumo futuros… ¡son los tipos de interés! La crítica del reswitching de Sraffa y Samuelson presupone que en el agregado de la economía los tipos de interés del mercado financiero pueden variar, pero que en cambio los tipos de interés de la estructura productiva (su tasa interna de retorno) se mantienen constantes.

La cuestión es si la TIR del conjunto de la economía puede, en equilibrio, estar por debajo de los tipos de interés del mercado financiero sin que haya un arbitraje entre ambas; es decir, sin que o bien se reduzcan los salarios en relación con los precios de los bienes de consumo (aumento de la TIR) o sin que los tipos de interés del mercado de crédito aumenten (otro asunto es estudiar la transición desde el desequilibrio al equilibrio). Y la respuesta es que, si no existen restricciones al arbitraje, no puede hacerlo, pues el capitalista redistribuirá el capital entre ambos mercados. Por ello, la cuestión de la elección de la técnica productiva compatible con el equilibrio intertemporal (coordinación de ahorradores y consumidores) es la misma cuestión que cómo se determinan los tipos de interés.

Es decir, al resolver cuánto capital están dispuestos a adelantar los capitalistas a la economía real se están determinando los tipos de interés por el simple spread entre precios de venta esperados y costes incurridos. Y, obviamente, los capitalistas estarán dispuestos a adelantar tanto más capital cuanto más baja sea su preferencia temporal. El reswitching simplemente no existe ni tiene ningún sentido cuando precios y costes varían.

Diré más. Los despistados han querido ver en el reswitching una refutación matemáticamente sencilla de la teoría austriaca del ciclo económico (TACE). Pero en realidad no la afecta en lo más mínimo. Aun cuando la caída de la preferencia temporal no llevara a adoptar técnicas que consumieran más tiempo, de lo que no cabe duda es de que una reducción de los tipos de interés sí tendría como consecuencia un incremento generalizado de los salarios y de otros anticipos de capital por el menor descuento de la producción futura. Sólo esta consecuencia le es suficiente a la TACE, pues unas rentas artificialmente altas promoverán un desequilibrio entre ahorro e inversión que requerirá de un reajuste real. De hecho, esto es, en el fondo, el famoso Efecto Ricardo de Hayek que, para muchos, es la esencia de la TACE.

El error de Sraffa y Samuelson parece venir de adoptar una concepción premarginalista de los precios y de los costes, donde los segundos –los salarios presentes– no son determinados por los primeros sino por la cantidad de trabajo que llevan incorporada –en realidad, es el valor presente de los precios futuros de venta lo que marca el límite máximo que puede abonarse por los salarios. Si lo pensamos, es bastante lógico que Sraffa incurriera en este error, pues el italiano trató de rehabilitar a David Ricardo –furibundo defensor de la teoría de que los precios dependen de los costes– hasta el punto de ser conocido como el fundador de la Escuela Neo-ricardiana. Pero, desde luego, este deje premarginalista no debería servirnos de excusa para rechazar la teoría más refinada dentro de la escuela del mayor y mejor exponente del marginalismo.

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