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El verdadero valor de una Constitución

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El pasado día 6, se celebró el día de la Constitución; que es como se ha llamado al festivo en el que se le rinde homenaje. Como todos los años, políticos y medios de comunicación nos han recordado lo mucho que le debemos a esas 200 páginas y a sus ilustres redactores. Entre las muchas cosas adeudadas, resaltan nuestra libertad o libertades.

La realidad, como suele pasar en estos casos, es que se atribuye a un objeto inanimado unos logros que no le corresponden. La Constitución Española de 1978 es, como el resto de Constituciones de los países desarrollados, un montón de normas redactadas por los grupos de presión imperantes en la época y que, por tanto, permite cierto equilibrio social al estar todos los grupos con poder que forman la sociedad satisfechos con el acuerdo.

Aunque a alguno le suene mal esta definición, que sea así no tiene por qué ser malo de por sí. Compartimos país con mucha gente, y algunas de estas personas tienen unas ideas que entran en confrontación con las nuestras y con las de otros. Estas personas se agrupan por intereses y cada grupo quiere imponerse sobre los demás. Por eso es bastante beneficioso que los grupos se junten, pacten unas normas comunes y les digan a sus miembros que las voten y obedezcan.

Y es que al ser humano le gusta lo predecible, así que tener confianza en que la mayoría de los poderes sociales con capacidad para hacerse con el poder respalda las normas imperantes siempre es bueno, sobre todo, si quieres hacer planes a largo plazo.

Pero una cosa es esto y otra que se nos venda que la Constitución garantiza la libertad de los ciudadanos. Primero, que la mayoría de los poderes sociales esté de acuerdo sobre unas normas no quiere decir, ni por asomo, que esas normas garanticen la libertad. Y segundo, que hasta hoy esos mismos grupos hayan aceptado esas normas no quiere decir que, ante un cambio en el equilibrio de poder, otros no vayan a romper el acuerdo y saltarse (o reinterpretar) el tocho de 200 páginas mañana mismo.

Algunos ejemplos de lo primero: la Constitución no les ha valido de nada a los dueños de un bar que querían decidir si sus clientes podían fumar en su propiedad. Tampoco ayuda a un trabajador que quiera trabajar por debajo del salario mínimo y fuera del convenio. Ni a un empresario que quiera contratar a trabajadores durante una huelga para seguir dando servicio. Ni a una persona que quiera cultivar marihuana. Ni a otra que quiera vender sus órganos. Ni… en fin, puedo rellenar las 200 páginas que ocupa la Constitución con los actos que una persona no puede hacer, pese a no hacer daño a nadie, al estar prohibidos por ser contrarios a la moral o intereses de los poderes sociales actuales.

Sobre lo segundo, sólo voy a poner un ejemplo: ¿está más seguro sobre la fidelidad de su pareja una persona que tenga un certificado de matrimonio firmado junto a ella que otra que no posea dicho certificado? Evidentemente no. Ese tipo de cosas dependen de la voluntad de la otra parte en cumplir su compromiso y la amenaza de consecuencias (como romper la relación) si se incumple con lo acordado.

Por lo tanto, habrá que alegrarse, aunque sea tímidamente, porque en nuestro país exista una Constitución que dé cierta estabilidad a la sociedad y nos permita desarrollar nuestros planes con alguna certidumbre sobre lo que podemos o no hacer y lo que pueden o no hacernos. Pero del mismo modo tengamos claro que el actual texto constitucional no protege la libertad del ciudadano y, aunque lo hiciera, si no existe voluntad en buena parte de nuestros conciudadanos de defenderla, tampoco nos iba a valer para nada.

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