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La aparición del derecho penal

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La justicia es “dar a cada uno lo suyo”, según la clásica sentencia. En la Edad Media el Derecho estaba concebido sobre la idea de restitución. Cuando se cometía un robo, por ejemplo, el acto que coincidía con el ideal de justicia era la restitución de lo robado por el criminal a la víctima.

La restitución tiene varias virtudes. La principal es que reinstaura el orden natural de las cosas. La víctima no debió nunca sentirse desposeída de su propiedad. O jamás debió ser agredida. La restitución devuelve lo robado o estafado a quien no debió verse privado de ello, o en los delitos contra la persona le otorga alguna compensación lo más adecuada posible allí donde, por la naturaleza del acto, no cabe deshacer el daño.

La segunda virtud se refiere al criminal. Cuando comete el acto contra la propiedad o la persona, se convierte en un ser antisocial, porque atenta contra las normas básicas del funcionamiento de una sociedad justa y en armonía. Si se le fuerza a restaurar el daño inflingido, por un lado queda en paz con la víctima. Y por otro demuestra con los hechos que es capaz de mantener una convivencia productiva, lo que favorece la reinserción del delincuente en la sociedad. La sociedad está basada en la producción y la oferta de bienes, que intercambiados por los generados por otras personas, familias y empresas, ayuda a construir la compleja trama de relaciones que llamamos sociedad. El ladrón no aporta nada, e incluso destruye. Cuando se ve forzado a restituir a la víctima, ha de integrarse de nuevo en el entramado productivo, lo que le inserta en el camino de la participación social.

El final de la Edad Media está ligado al creciente protagonismo de los poderes reales, germen del Estado Moderno. Uno de los mojones de la creación del poder central es la destrucción de la restitución y la creación del derecho penal.

El cambio consistió en negarle a la víctima el derecho a la restitución, para quedárselo el Rey. De este modo no se restaura el orden natural, la víctima sigue siéndolo porque no ha recibido lo que le correspondería en justicia, y se impide la recuperación de la relación pacífica entre la víctima y el criminal. El Rey llegaba incluso a negar a la víctima la calidad de tal, ya que se pasaron a definir ciertos actos antisociales como “crímenes contra el Estado”, cuando el sujeto de los comportamientos injustos no es el mítico Estado, sino personas de carne y hueso. Este proceso cambió el cariz de las penas. Ya no consisten en devolver el derecho dañado a la víctima, sino en perseguir a quien ha actuado “contra el Estado”. Puesto que la pena deja de estar fijada de forma objetiva por el daño causado, y dado que ahora depende de las normas que emanan del propio Estado, éstas serán tan duras como el nuevo beneficiario desee. Su voracidad y su voluntad de condicionar el comportamiento de los súbditos no tiene más límites que la propia conveniencia del Estado. En consecuencia, las penas se hacen más duras.

La situación llegó a ser tal que, en el caso de Inglaterra “el Derecho real estableció normas coactivas, declarando criminal a la víctima que obtuviese restitución antes de llevar al delincuente ante la jurisdicción del Rey, para que así el monarca pudiera tener su parte”[1]. La aparición del derecho penal ha favorecido, además, que se creen delitos sin víctima, lo que en el derecho privado basado en la restitución es sencillamente inconcebible. Una sociedad libre habría de acabar con el derecho penal.



[1] Bruce L. Benson, “Justicia sin Estado”. Unión Editorial, Madrid, 2000.

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