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La homogeneidad del capital

Publicado en Libertad Digital

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Si tuviera que señalar tres errores mayúsculos de la macroeconomía actual, me inclinaría por el dinero, el interés y el capital. Dos de los errores –el dinero y el interés– se encuentran precisamente en el título de la obra más conocida de Keynes –La Teoría General de la Ocupación, el Interés y el Dinero– y desde luego no es casualidad, porque debemos al inglés buena parte de la confusión reinante. El tercero de ellos, sin embargo, ni siquiera aparece mencionado en el título de esta obra, básicamente porque su autor, tal y como le reconoció a Hayek, ni siquiera se había planteado la importancia de contar con una teoría del capital.

Hoy la desorientación por parte de la economía ortodoxa sobre qué es y qué no es capital sigue más viva que nunca. Basta con preguntarle a cualquier licenciado para obtener tal pluralidad de respuestas como para desanimarte a emplear el concepto. Böhm Bawerk ya se quejaba en 1888 de que "nuestra ciencia no puede permitir que sus estudiantes llamen a diez o doce cosas fundamentalmente distintas por el mismo nombre". Y en la misma línea y el mismo año, Menger escribía con sorna: "Hay tantas definiciones distintas y confusas sobre qué es el capital como economistas que han escrito sobre el tema".

La macroeconomía dominante, como en tantas otras cosas, resuelve su poca claridad de ideas escondiéndose tras las matemáticas. Así, ante la pluralidad de definiciones contradictorias, basta con agruparlas todas bajo la variable K y operar con ella. No es necesario entender el proceso, sólo interpretar a gusto del cliente el resultado.

Desde luego, no es que los austriacos nos hayamos librado de este mal endémico de dar varias definiciones a la palabra capital –basta comparar a Böhm-Bawerk con Mises y a ambos con Hayek–, pero a diferencia de los neoclásicos nuestras definiciones no son disparatadas y, más importante, escogiendo las dos mejores definiciones de capital podemos terminar por acotar adecuadamente el concepto. En concreto, deberíamos combinar a Carl Menger con Ludwig Lachmann.

Aunque pocos lo conocen, entre las aportaciones seminales de Menger a la ciencia económica no sólo se encuentran el valor, el tiempo, la liquidez o las instituciones. En 1888, el padre de la Escuela Austriaca escribió un artículo esencial titulado Zur Theorie des Kapitals (Hacia la Teoría del Capital) en respuesta al profundo análisis que realiza su discípulo Böhm-Bawerk sobre el tema. El artículo, inédito en inglés, nos ha llegado sin embargo a España gracias a la traducción de Ingolf Krumm y a la insistencia de José Ignacio del Castillo.

En él, Menger no sólo critica a Böhm-Bawerk por considerar que su definición de capital no es plenamente útil para el subsiguiente desarrollo de nuestra ciencia, sino sobre todo a Adam Smith, quien conceptualizó el capital como los bienes de producción producidos para completar su teoría de la distribución de la renta (los salarios para los trabajadores; la renta de la tierra para los terratenientes; y los beneficios para los capitalistas). Sin embargo, la definición de Smith, aparte de obsesivamente versada en la naturaleza técnica de los bienes y en su derecho a una porción del producto nacional, no nos permitiría incluir en capital, por ejemplo, los salarios en I+D, los inventarios de materias primas, los pozos de petróleo no explotados; nos obligaría a incluir los factores de producción producidos erróneamente y que no sirven para nada; y sería ambigua con respecto a los gastos de formación de un trabajador, a los costes para tallar un diamante o a una excavación minera.

A la pobreza del análisis smithiano, Menger propone una alternativa que es precisamente la que tiene en mente todo empresario cuando toma sus decisiones: capital es el valor monetario de los factores productivos empleados para obtener un lucro monetario en el mercado. Esto es, capital es el valor de mercado de todo activo empresarial.

Dicho de otra manera, para Menger el capital no es una magnitud objetiva, sino que depende, primero, del marco institucional (el mercado y el dinero) y, segundo, de las intenciones del agente económico (obtener lucro monetario). Allí donde no existe un sistema libre de división del trabajo y donde los empresarios elaboran sus planes, los implementan, los abandonan o los adaptan en función de la rentabilidad que esperan obtener en el mercado, no existe capital. Habrá desde luego maquinaria, edificios, inventarios o patentes, pero su valor monetario a partir del cual aplicar el cálculo económico no tendrá ninguna relevancia. Por ello, los países comunistas o los del Tercer Mundo se deshacen en esfuerzos por ampliar su "capital" pero se estrellan siempre contra la misma realidad: la creación de riqueza no deriva de la acumulación de factores de producción, sino del uso que se les dé por parte de un entramado de planes empresariales en competencia.

Es esta competencia por diseñar en cada momento los mejores planes que les lleven a obtener un lucro monetario, lo que les permite hilvanar y coordinar a los distintos individuos a lo largo del tiempo en un sistema amplio de división del trabajo. Y es que el capital recoge el valor presente de todos los flujos de caja futuros que un determinado plan empresarial –en conjunción con el resto– se espera que proporcione a lo largo de vida. Aquellos planes empresariales que logren unos beneficios mayores en relación con el capital necesario para implementarlos tenderán a atraer sumas crecientes del mismo, que se retirará de aquellos sectores donde los beneficios sean relativamente menores. Es decir, gracias al capital, los capitalistas disponen de una guía sobre cómo y dónde reinvertir los rendimientos obtenidos para conservar o incrementar su riqueza futura a través de conservar o incrementar la riqueza futura del resto de agentes económicos con los que se coordinan.

De este modo, el capital se presenta como una magnitud homogénea que agrupa a todos los activos bajo una unidad común y que permite saber cuál es su valor en términos monetarios dentro del esquema de división del trabajo. Todos los proyectos devienen así directamente comparables y todos son susceptibles de perder o captar capital para contraerse o crecer. Sin esa homogeneidad del capital nos sería imposible organizar los numerosos y diversos factores productivos en planes que fueran consistentes entre sí y que no retuvieran recursos fuera de sus usos más valorados.

Ahora bien, que el capital, como magnitud monetaria, sea homogéneo no significa que su materialización física, los bienes de capital, lo sean. Precisamente, numerosos neoclásicos tienden a confundir que todo el valor del capital se exprese en una misma unidad con que todo el capital sea idéntico. Pero de este asunto, que entronca con la definición de capital de Ludwig Lachmann, nos ocuparemos en el siguiente artículo.

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