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La manipulación histórica

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Sin duda uno de los más abracadabrantes hitos marcados por el caudillo posmoderno que habita el Palacio de La Moncloa tuvo lugar cuando se disponía a terminar el discurso de su primera investidura como presidente del Gobierno ante el Congreso de los Diputados.

Corría el día 15 de abril de 2004 y apenas había transcurrido un mes de la masacre de seres humanos más bestial acontecida en España desde, precisamente, la guerra civil de 1936-1939. Los españoles todavía estaban conmocionados y –tal vez entonces ya- polarizados por los atentados que segaron las vidas de 191 viajeros de unos trenes de cercanías que se dirigían a la principal estación de Madrid: Atocha.

Dentro de un contexto así, todas las miradas se dirigían hacia el candidato que se disponía a pedir el voto de los diputados. Cuando sólo le quedaba despedirse de la tribuna, el sujeto en cuestión, con tono afectado y fatuo, se despachó proclamando el testamento de uno de sus abuelos, capitán del ejército de la II República ejecutado en la posguerra, a quién, tal como se supo después, ni siquiera conoció. Según los hagiógrafos oficiales de este peligroso orate, ese abuelo habría dejado escrito que su credo político consistía en "un ansia infinita de paz, el amor al bien y el mejoramiento social de los humildes". Y ahí llegaba su nieto para arrojar obscenamente sobre el hemiciclo del parlamento los buenos sentimientos de su desconocido antepasado –los mismos que, caprichosos y vacuos ellos, han preparado tan a menudo el camino del infierno en la tierra.

Tal cita anticipaba toda la sarta de imposturas y manipulaciones sobre la historia ya no tan reciente de España, que culminaría con la aprobación de la llamada Ley de la memoria histórica. En la línea de las medidas fabricadas por este Gobierno para moldear las mentes y las opiniones y trazar una maniquea línea divisoria entre buenos y malos, según apoyen o discutan sus alucinados planes, pareció que no podía transcurrir un segundo más sin que el Gobierno financiara el desenterramiento de cadáveres procedentes de los crímenes del franquismo.

Evidentemente, los autores de este monstruo legislativo tuvieron que esperar a que la mayoría de los protagonistas o testigos directos de la guerra, revolución y posterior represión de las fuerzas vencedoras fallecieran. El segundo experimento republicano en España degeneró en una contienda sangrienta que habían predicado anarco-colectivistas, socialistas revolucionarios y comunistas, como en tantas partes de la Europa de entreguerras. Después de todo, toda esa constelación de fuerzas políticas alentaban la revolución para derrocar la democracia burguesa y tuvieron la oportunidad que buscaban. Las atrocidades que muchos elementos revolucionarios cometieron durante la República y la guerra no difieren en absoluto de otras ensayadas por los bolcheviques. Ahí están los tempranos incendios deliberados de conventos, seguidos del asesinato de sus moradores. Si uno hojea hoy día un periódico como Gara (editado por los simpatizantes de la ETA) podrá encontrar asombrosas semejanzas con el lenguaje y la retórica más aviesa para justificar lo injustificable (los crímenes como arma política) que empleaban con soltura Claridad, El Socialista, Mundo Obrero o Solidaridad Obrera durante aquellos años enloquecidos. Como colofón, no debe olvidarse que las luchas intestinas de aquellos partidos, agudizadas por las diferentes posturas respecto a la rendición ante las tropas de Franco, desembocaron en un golpe de estado interno del coronel Casado, apoyado por otros miembros de la Junta de Defensa de Madrid como el general anarcosindicalista Cipriano Mera y el dirigente de la facción moderada del PSOE, Julián Besteiro, contra el último gobierno republicano, con sede en en Valencia, dirigido por Negrín y sostenido por los comunistas a las órdenes de Stalin. No por casualidad, muchos políticos exiliados protagonizaron sonados saqueos de bienes públicos y privados y los pocos que sobrevivieron al dictador Franco regresaron para abominar de éste, en primer lugar, y recriminar a las demás facciones por la derrota en la guerra.

Curiosamente, la mayoría de los exiliados, excepto los propios concernidos y sus “compañeros de viaje”, auspiciaron una fuerte aversión hacia los comunistas, facilitada por su obediencia a la dictadura soviética. Antes del derribo de El Muro de Berlín, libros como Autobiografía de Federico Sánchez de Jorge Semprún, (luego ministro de cultura con González Márquez) que se mostraba crítico con la militancia comunista y lanzaba dardos especiales contra la Pasionaria y Santiago Carrillo y una primera rivalidad entre PSOE y PCE en su lucha por la hegemonía dentro de la izquierda, hicieron que al primero le interesase marcar distancias con el segundo.

Asimismo, era necesaria la desaparición de destacados intelectuales que, aunque apoyaron el alzamiento y ocuparon puestos importantes durante el franquismo, se distanciaron con el paso del tiempo y recibieron una acogida interesada en el grupo PRISA, forjador de la conciencia progresista (leáse PSOE) “deste país”, el cual comenzó a repartir cédulas de limpieza de sangre antifranquista desde su cabecera allá por el año 1976. Aunque algunos protagonizaron piruetas muy notables, este tipo de criminalización sin matices de un régimen habría sido más díficil en vida lúcida de Joaquín Ruiz-Giménez, Pedro Laín Entralgo, Luís Rosales y Antonio Tovar, por citar solo el nombre de algunos colaboradores del franquismo de primera hora, limpiados de toda mota por sus colaboraciones en El País. En definitiva, una vez desaparecidos éstos personajes, se reducían las probabilidades de contestación a la articulación de la gran mentira.

Parte del machaqueo propagandístico de la memoria histórica procede del presupuesto falso de que durante treinta años los vencidos del bando republicano no habrían recibido la consideración debida desde los poderes públicos. Si se comprueba el reconocimiento inmediato de pensiones a quiénes sirvieron en el ejercito de la República (incluidas viudas y huérfanos) y a los mutilados, decidido por los gobiernos de Adolfo Suárez, esa consideración no se sostiene.

 Por otro lado, no se le oculta a ningún observador el abrumador predominio de libros, películas y miles de artículos antifranquistas producidos durante estos años. Con enfásis en aspectos distintos, la visión transmitida en la enseñanza y los medios de comunicación, en general, ha sido favorable a los políticos del Frente Popular. Se ha ocultado o disculpado sistemáticamente su responsabilidad en crímenes y desmanes, so capa de la superioridad moral de sus buenas intenciones. Se fue conformando un imaginario colectivo que culpabilizaba de la guerra a los generales que se alzaron contra el gobierno de la II República.

Pero lo que sorprende es la virulencia y falta de escrupulos con las que ha ido pergeñandose toda esta vesanía y la manipulación despiada de sucesos que ocurrieron hace setenta años, como si tuvieran responsables (de un solo bando) hoy.

Que, además de cumplir sus muy aviesas intenciones de estigmatización totalitaria de los opositores, este Gobierno pretenda utilizar este montaje para gratificar anualmente, con el dinero de otros, a toda la pléyade de avisados tunantes que ha crecido al olor de las anunciadas subvenciones, añade oprobio a la infamia.

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