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La propiedad del agua

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El agua es esencial para los seres humanos (bebida, limpieza, agricultura, usos industriales). Aunque el agua salada es abundante en mares y océanos, el agua dulce potable es un bien escaso sujeto a leyes económicas inexorables. Los problemas causados por las sequías se ven agravados por la falta de derechos de propiedad privada sobre el agua y la coacción del intervencionismo político.

Los colectivistas de todos los partidos repiten una y otra vez las mismas necedades presuntamente indudables: que el agua es un bien público indispensable y que por lo tanto la disponibilidad de agua es un derecho humano fundamental, de modo que el agua es de todos y para todos; sólo se puede debatir cómo se gestiona como recurso compartido, patrimonio común de todos los ciudadanos.

Algunos pretenden ingenuamente que el problema del agua es simplemente técnico, que basta con encargar a los expertos una solución eficiente y definitiva, un plan hidrológico nacional con la combinación racional y estratégica de elementos como tecnología, embalses, trasvases, desaladoras, depuradoras… Otros mencionan la necesidad de consenso entre todos los afectados. Se recurre a menudo a los principios de justicia y de solidaridad interterritorial para legitimar trasvasar el agua que aparentemente sobra en unas regiones a otras presuntamente necesitadas.

El problema del agua es ético y económico. El consenso universal sobre el uso de los bienes escasos es imposible: las distintas personas tienen preferencias que suelen ser mutuamente incompatibles; el derecho de propiedad sirve para evitar o minimizar los conflictos sociales. Como no existe el derecho de propiedad privada sobre el agua, abundan los conflictos (enfrentamientos entre individuos, colectivos y regiones) y todos los planes estatales de ingeniería social están condenados al fracaso porque no es posible realizar cálculos económicos sin precios de intercambio que muestren las preferencias y las capacidades de las personas. Estos precios sirven además como incentivos para economizar los recursos, produciéndolos y distribuyéndolos donde son más valorados y ahorrando cuando se considere oportuno, y no por penosas campañas de concienciación pública que son parches a corto plazo que evitan conocer la auténtica naturaleza del problema. Cada persona tiene derecho a toda el agua que quiera y pueda pagar (o conseguir por sí mismo).

Cuando alguien dice que el agua es de todos en realidad está reclamando su parte, que le quiten a otro para dárselo a él. Los bienes económicos son distribuidos en un mercado libre si los compradores pagan por ellos; en el caso del agua muchos se hacen las víctimas, pretenden que se la den gratis o a precios fuertemente subvencionados, acusan a los demás de insolidarios y luego se sorprenden de que el agua escasee o de que otros no estén de acuerdo con sus reclamaciones. Los que quieren recibir agua afirman que la sequía afecta por igual a todos los miembros de la comunidad como ente cohesionado, pretenden que los demás sufran por un problema que en realidad sólo tienen ellos. Algunos representantes de los agricultores incluso afirman con total desvergüenza que tienen derecho a agua a precios competitivos porque si no su actividad sería económicamente inviable: los demás sectores económicos pueden fracasar, a ellos se les debe garantizar la supervivencia a costa del resto porque han hecho muchos avances tecnológicos y contribuyen a la riqueza del país.

El abastecimiento de agua seguirá siendo un grave problema mientras se pretenda garantizar su suministro con ese arcaico y violento sistema tribal que es la política, y se resolverá fácilmente cuando se apliquen normas éticas de derecho de propiedad y se recurra al mercado libre y a la perspicacia empresarial: así se descubrirá qué es más eficiente, si esperar a que llueva, o reducir el consumo, o trasvasar, o reciclar y reutilizar aguas residuales, o desalar agua del mar o alguna otra idea que aún no se le ha ocurrido a nadie.

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