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La proscripción de la violencia

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La violencia es uno de los hechos sociales más antiguos, si no el primero, y también uno de los más importantes. No es el momento de hacer taxonomía y etiología de la violencia, pero sí parece plausible que a medida que la sociedad se ha ido haciendo más compleja, la violencia ha perdido protagonismo. La violencia como método de adquisición es inmediata y eficaz, pero tiene mucho riesgo y es inestable. Además sólo puede adquirir lo que ya se ha producido, no es un método de producción a no ser que sea defensiva. Es más, la producción requiere procesos carentes de violencia, y el intercambio se interrumpe con ella, por lo que la división del trabajo, suelo fértil del desarrollo, sólo puede florecer en un ambiente pacífico.

El derecho es la solución de la violencia por otros medios más feraces a largo plazo y más abiertos. Dos familias romanas enfrentadas por una disputa podían atenerse a lo que aconsejaba el jurisconsulto o resolverlo por el viejo método del enfrentamiento violento. Pero saben de los grandes costes de hacerlo; y saben que el final de ese camino es imprevisible. Las sociedades basadas en el comercio han triunfado sobre las que han recalado en la violencia. Sólo una institución violenta se hace cada vez más poderosa: el Estado. Pero no es parte del desarrollo social, sino un parásito que se hace más fuerte cuanto más compleja y desarrollada es esa sociedad, dicho sea en términos generales.

Las relaciones voluntarias y pacíficas se han reforzado por una moral que las valora y que condena el recurso a la violencia. Pero nuestra sociedad tiende a estereotipar los valores, a convertirlos en ideales puros, desasidos de la experiencia que les ha ido moldeando, y han alcanzado formas extremas y en ocasiones peligrosas. Es el caso de la violencia, que de ser condenada en términos generales y para ciertos fines ha pasado a quedar proscrita en cualquier manifestación, real o simulada, simbólica y casi imaginada.

La violencia es un medio, y hay un caso en que ese medio no sólo es defendible, sino que merece el pleno respaldo del derecho y de la moral: la violencia para la defensa propia. Puesto que la autodefensa pasa por el uso o la amenaza del uso de la violencia física. La proscripción moral de la violencia, de cualquier violencia, no deja huella en quienes están dispuestos a saltarse las normas de convivencia; por ejemplo, en los violentos. Pero sí en el ciudadano medio, el que puede ser víctima de esa violencia, pero que se ve moralmente desarmado para recurrir también a ella, con el fin de anularla.

No es ya que la autodefensa quede deslegitimada, es que la defensa del vecino frente a una agresión se convierte en un crimen. Se acordarán de Sergi Xavier, el chaval que pateó la cara de una ecuatoriana en el tren «por puta inmigrante». Pero no les dirá nada el nombre de Jesús Prieto. Es el argentino que hizo honor a su apellido y se quedó clavado a su asiento, sin desviar siquiera la mirada. La prensa local no podía acusarle de ser un cobarde, porque hacerlo supondría sugerir que tendría que haber recurrido a la violencia para parar la agresión, de modo que le convirtió en “otra víctima”. La proscripción de la violencia tiene como consecuencia el reinado de los violentos.

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