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La reforma del sistema autonómico

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Una de las pruebas más gráficas de que el Estado de las Autonomías es un marco de incentivos perversos es lo que vino a denominarse "el teorema Zapatero". Este término, patentado por Artur Mas en unas declaraciones en verano de 2009, se refiere a la promesa que Zapatero iba haciendo a todos los presidentes regionales en las negociaciones del nuevo sistema de financiación autonómica. El famoso teorema rezaba así: "Todas las comunidades autónomas recibirán más financiación que la media". Mas tiró de ironía y afirmó que, de lograrlo, "Zapatero habría conseguido una innovadora contribución a las matemáticas". Esta imposibilidad estadística es un buen reflejo del pensamiento burbuja al calor del que el sistema autonómico ha nacido y se ha expandido sin control. Este modelo de Estado que tanto bienestar ha proporcionado a nuestros políticos ha terminado por abocar a la quiebra al propio Estado español, sometiendo a los ciudadanos a un más que probable rescate total.

El sistema autonómico se ha comportado como lo hacen las células cancerígenas en el cuerpo humano. Tiende a reproducirse sin control hasta llegar a bloquear el funcionamiento de la propia economía, pues opera con un sistema de incentivos perversos debido a los desequilibrios estructurales con los que fue diseñado. Llegados a este punto, es muy probable que sólo queden dos alternativas. La primera es acometer una profunda reforma autonómica, una cirugía que ataque sin miramientos tanto a las consecuencias como a las propias causas del desequilibro. La otra opción es que nos intervengan, y que desde fuera nos apliquen la operación con motosierra. Ya se sabe que cuando te reforman desde fuera no buscan que la economía crezca saludable a largo plazo, sino hacer un arreglo basto a corto plazo para cobrar las deudas. Aunque sea terrible, a veces esto es mejor que la política suicida de nuestros gobernantes. Pero lo deseable sería una reforma seria de nuestro Estado autonómico.

Dicha reforma autonómica constaría de dos bloques fundamentales. El primero es la eliminación de todos los tejidos tumorales que se han ido formando estos últimos años. Es el ajuste para devolver el Estado, al menos, a un tamaño sostenible. Hay que recortar todo gasto estatal innecesario para liberar los recursos que necesita la economía española para volver a funcionar. Las cifras de despilfarro que exponía recientemente Roberto Centeno en El Confidencial eran apabullantes: "Duplicidades entre administraciones, 34.000 millones; 4.500 empresas públicas innecesarias en un 90%, creadas para ocultar déficit y colocar a familiares y amigos –en total 450.000 enchufados-, 30.000 millones; 17 miniestados con la estructura total de un Estado, parlamentos, defensores del pueblo, servicio meteorológico, universidades a porrillo, canales de televisión para cantar sus glorias, 30.000 coches oficiales y alrededor de un millón y medio más de empleados públicos nombrados a dedo totalmente innecesarios. Más de 20.000 asesores, inútiles en un 90%, con un sueldo medio de 50.000 euros. Suman y el total de despilfarro asciende a 120.000 millones de euros anuales". Y esto sólo para ir empezando, sin entrar a reformar o eliminar otras cosas que no nos podemos permitir o que están gestionadas de forma ineficiente. El político profesional se resiste de forma natural a esta liposucción. Siempre dice que ya no se puede recortar más, que ha llegado al límite. Pero el ciudadano ante eso debe contestar lo que suele decir Daniel Lacalle: "Que me dejen los presupuestos y un lápiz rojo, y reducimos el déficit a cero en una semana".

El otro bloque de esta reforma del modelo de Estado sería atacar las causas del desequilibrio. La fundamental es la falta de corresponsabilidad fiscal. Tal y como funciona actualmente el sistema, las autonomías no son más que sumideros de gasto público. No es que los políticos autonómicos sean de nacimiento más despilfarradores de lo normal. Es que el sistema de incentivos es perverso. Al estar la responsabilidad de recaudar desconectada del placer de gastar, el incentivo para el político autonómico es el de gastar al máximo, endeudarse, y dedicarse a pedir dinero al Gobierno central, que es quien recauda el grueso del presupuesto. Esto es terrible, porque lo normal sería que si un político quiere aumentar el gasto público (es decir, su poder), al menos tiene que soportar el coste electoral de subir los impuestos. Pero este freno no existe en la actualidad, provocando una expansión descontrolada del gasto autonómico. El presidente autonómico, para el que el gasto es gratuito en términos electorales, se lanza a gastar hasta instalarse en un despilfarro permanente del que incluso hoy, con el Estado en quiebra técnica, no quiere apearse.

La solución para al menos frenar este desequilibrio es una de dos: o se centralizan tanto ingresos como gastos (es decir, se eliminan las autonomías); o se descentralizan ambos, yendo a un sistema federal. Esta reforma consistiría en que todo gasto que hagan los gobiernos regionales deba ser recaudado por ellos mismos, soportando el coste electoral de subir el gasto. La virtud de la segunda opción, además de servir como freno al despilfarro descontrolado, sería que las autonomías tendrían que competir entre sí, tratando de que los impuestos sean bajos y la gestión eficiente, para atraer unas empresas, capital y trabajadores que cada vez tienen mayor movilidad.

Esta reforma autonómica, además, debería incorporar un importante cambio de tipo político. Es necesario que las competencias de cada nivel del Estado esté claro y fijado a nivel constitucional. Hasta ahora, el sistema ha favorecido que los políticos mercadeen con las competencias. Los partidos mayoritarios se han dedicado a sostener sus legislaturas a base de comprar los votos de los nacionalistas prometiendo transferencias de competencias, generando la proliferación de duplicidades y la sangría en las cuentas públicas. Es necesario blindar en la Constitución las competencias que tendrán los municipios, las autonomías y la administración central, asegurando que no haya ni una duplicidad.

En conclusión, urge una reforma total del sistema autonómico. En primer lugar hay que eliminar de raíz todo el despilfarro que nos cuesta más de 120.000 millones al año, y racionalizar el resto del gasto público para liberar los recursos atrapados que necesita la economía española para volver a funcionar. Y en segundo lugar hay que ir a un sistema de corresponsabilidad fiscal con competencias blindadas a nivel constitucional, en el que cada administración debe financiar su propio gasto público y sufrir las consecuencias electorales de una mala gestión financiera. Esta reforma es una condición necesaria, que no suficiente, para que la economía española salga del agujero en el que se encuentra. Si no emprendemos esta cirugía nosotros, lo harán, sin contemplaciones, desde fuera cuando nos intervengan.

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