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Las valoraciones y su expresión lingüística

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Un agente intencional dirige su acción y elige según sus preferencias, que son subjetivas, relativas, dinámicas e interactivas. Sin embargo los seres humanos frecuentemente expresan valoraciones como si fueran entidades objetivas, absolutas y estáticas: “esto es bueno” en lugar de “esto me gusta”.

Expresar que algo es bueno o malo de forma objetiva puede referirse no a una preferencia psíquica sino a la existencia de una relación (física, biológica o técnica) de promoción o utilidad de una entidad sobre otra (la cual a veces no se menciona): “el agua es buena (para la vida)”; “el veneno es malo”. No se trata de una bondad (o maldad) absoluta, sino de una bondad para algo o para alguien: “esta medicina es buena para ti”; hay dos fenómenos distintos, los efectos reales de la medicina sobre el organismo y la valoración psíquica (que te gusten o no).

Las preferencias son subjetivas: son fenómenos psíquicos íntimos, privativos, que dependen de las características y circunstancias concretas y particulares de cada persona. Las valoraciones no existen si no existe un sujeto cognitivo que las genere y utilice para su acción: las cosas no tienen valor, sino que los agentes otorgan valor a las cosas. Aunque una situación externa objetiva sea la misma para dos sujetos, sus valoraciones pueden ser diferentes porque dependen de su estado interno.

Las valoraciones subjetivas pueden ser diferentes, pero no lo son necesariamente: en la medida en que los sujetos son semejantes también lo son sus preferencias. Algunas valoraciones son innatas, comunes a toda la especie humana por su carga genética compartida. Un entorno o una cultura común pueden contribuir a que las valoraciones de los individuos sean más parecidas.

Las valoraciones son subjetivas pero no son arbitrarias: tienden a ser funcionales, a dirigir la conducta de forma favorable al desarrollo y la supervivencia del agente; si guían la acción hacia conductas y resultados nocivos, el sujeto (y con él sus preferencias) se extingue. Algunas preferencias son innatas, otras pueden aprenderse mediante experiencias personales placenteras o dolorosas, o mediante la enseñanza o persuasión de seres queridos, expertos o figuras de autoridad (dinamismo e interactividad de las valoraciones).

Los seres humanos utilizan el lenguaje para interaccionar en sociedad, influirse mutuamente, comunicarse y transmitir información (o desinformación para el engaño). Mediante el lenguaje un individuo (el emisor, hablante, escritor) hace algo a otro individuo (el receptor, oyente, lector), actúa sobre él, le causa algún cambio o efecto. Muchos mensajes se refieren a valoraciones, pero la manifestación de las preferencias no es necesariamente sincera: es posible exagerar la valoración de lo que se quiere vender o disminuir la valoración de lo que se quiere comprar (negociación, regateo), fingir que se sufre mucho y hacerse la víctima para justificar recibir alguna ayuda o privilegio, o realizar gratuitas afirmaciones de buenos deseos para todo el mundo y declaraciones políticamente correctas de lo mucho que uno valora todo aquello que suene bien (la solidaridad, el altruismo, la justicia social, la paz en el mundo). Puede haber discrepancias entre lo que uno hipócritamente dice que quiere y lo que con sus acciones demuestra que realmente le importa.

En el habla humana distintos tipos de contenidos (hechos, valoraciones y reglas) a menudo están mezclados o incluso confundidos y presentan sesgos sistemáticos: se mencionan reglas (obligaciones, prohibiciones) como si fueran hechos inamovibles sin necesidad de justificación o explicación (“debemos hacer esto”, “no podemos hacer aquello”); se expresan valoraciones subjetivas particulares como si fueran realidades objetivas universales (“esto es bueno o malo”); se pretende regular las valoraciones (“esto es indeseable”).

Esta falta de claridad y precisión puede deberse a procesos de economización lingüística (si se conoce el contexto se entiende lo que se quiere decir, sólo se enfatiza brevemente parte de la realidad); puede ser resultado de las limitaciones e imperfecciones de las capacidades cognitivas y lingüísticas de los seres humanos (no se conoce la realidad o no se habla correctamente de ella); pero también puede ser una estrategia, consciente o inconsciente, mediante la cual el hablante intenta gestionar sus relaciones públicas y mejorar su propia imagen (afiliándose con “lo bueno” los individuos compiten por su estatus o reputación en un entorno social) o manipular a los demás inculcándoles determinadas preferencias o reglas de conducta (todo agente puede ser un medio para otro agente que lo controla). La manipulación puede ser egoísta (publicidad de una empresa para que se desee y venda su producto) o altruista (el “nene, caca” de una madre que intenta evitar que un hijo se haga daño con conductas cuyos peligros desconoce).

La expresión de ciertas valoraciones como hechos objetivos sin referencia a ningún sujeto que protagonice la preferencia (“esto es bueno” en lugar de “esto me parece bueno” o “esto me gusta”; “esto es asqueroso” o “esto es inaceptable” en lugar de “esto no me gusta” o “esto va contra mis intereses”) puede ser un intento de imponer a otros una preferencia particular camuflándola como algo objetivo que no puede depender de la opinión de nadie. Por ejemplo “este salario o estas condiciones de trabajo son indignas”, o “la naturaleza tiene valor intrínseco”: para defender sus propios intereses o gustos el intolerante niega su carácter subjetivo; quizás ni siquiera es capaz de imaginar la posibilidad de que otra persona tenga preferencias diferentes de las suyas.

Los seres humanos suelen discutir sobre qué es mejor, defendiendo cada uno su opinión particular. Las valoraciones subjetivas no sólo se objetivizan sino que se expresan mediante términos grandilocuentes: lo más alto, lo más noble, lo ético, lo moralmente superior. Algunos filósofos utilizan la argumentación para proclamar con rotundidad que su propia actividad de pensamiento es la tarea más alta y noble posible, lo mejor: no reconocen el conflicto de interés que les afecta. Buena parte de la filosofía moral no es más que el intento de unos de decirles a otros lo que deben querer, aquello a lo que deben aspirar. Presuntos sabios que no se dan cuenta de su profunda intolerancia hablan de la posibilidad de no saber valorar correctamente, de no valorar de forma adecuada ciertas cosas, especialmente aquellas que los individuos intercambian libremente en los mercados: en realidad están expresando metapreferencias (preferencias sobre las preferencias de otros) e imponiendo sus propias valoraciones sobre las ajenas.

La objetivización de las valoraciones también puede ser un intento y un resultado de conseguir, mediante la presión de la conformidad social, una mayor uniformidad en ciertas preferencias de los miembros de un grupo para facilitar la convivencia y la cohesión social: el amor al propio grupo, a una misma tribu, patria o nación y sus símbolos (banderas, himnos, héroes, divinidades), o a ideales de solidaridad. La uniformización de las preferencias evita conflictos entre valores incompatibles y facilita la integración de agentes con intereses compartidos en colectivos con mayor capacidad de acción conjunta. Lo que el grupo valora se expresa de forma objetiva como bueno, se omite la posibilidad de discrepar al respecto: quizás incluso se olvida o cuesta pensar que es posible hacerlo. El disidente puede ser percibido como alguien no integrado o como un enemigo. La armonía interna contrasta con los conflictos externos con otros grupos: nosotros somos los buenos, los que queremos el bien, tenemos justificación para lo que hacemos; los otros son malos, quieren el mal, deben ser destruidos.

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