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Los estados fracasados

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Forma parte de los tópicos arraigados entre la casta política de los países occidentales concebir que una actuación con ese propósito de sus estados (bien directamente, o bien a través de organizaciones interestatales) sirve para ‘construir’ países que respeten los derechos humanos y garanticen los derechos de sus empresas y ciudadanos, allá donde reina la guerra civil y el pillaje brutal por las más variadas causas.

Curiosamente, esa pretensión quimérica entronca con algunos de los fundamentos que justificaron el colonialismo en otras épocas, pero en todo caso está alterando hasta extremos grotescos los términos de los compromisos (acaso más modestos) que esos políticos tienen contraídos con los individuos sobre los que asientan su poder.

Nos encontramos con la aparente paradoja de estados que, proclamando el monopolio de la fuerza para proporcionar seguridad a sus ciudadanos, se revelan absolutamente incompetentes para desempeñar las funciones básicas que se les suponía asignadas, cuando no se convierten en un obstáculo para que los individuos directamente concernidos asuman, por la cuenta que les trae, la solución de sus problemas.

Un ejemplo de estas cuitas nos lo está ofreciendo la actuación de los gobiernos europeos -con el español representando el papel hasta el paroxismo- en relación a los abordajes y secuestros que sufren los barcos pesqueros y petroleros que se atreven a navegar por aguas internacionales del Índico cercanas a las costas de Somalia, donde bandas de piratas bestiales medran con el saqueo y el pillaje que proporcionan los secuestros de pacíficos navegantes.

Cualquiera que sea la situación interna en Somalia, los gobiernos han asumido, con grados diferentes de autonomía, un enfoque voluntarista, trasunto de la doctrina general para otras zonas del mundo donde la seguridad brilla por su ausencia. Por lo demás, la confusión de las causas con los efectos de la deplorable situación que sufren millones de seres humanos, les ha llevado a embarcarse en una misión multilateral de reparto de alimentos, cuyo destino no puede ser sino el pasto de la rapiña que las distintas facciones que luchan entre sí y el llamado gobierno federal somalí de transición. Una reciente resolución del Parlamento Europeo sobre una solución política al problema de la piratería en las costas de Somalia -compendio de los contradictorios objetivos y deseos de sus miembros- le concede el título de ‘Estado desestructurado’ o ‘failed state’.

Mucho se ha comentado a cerca del secuestro y posterior liberación del atunero vizcaíno Alakrana, pero ante un hecho consumado de esa naturaleza, casi nadie planteó abiertamente considerar, al menos, la alternativa de una acción militar o policial de rescate por parte de fuerzas especiales. Después de una cuidadosa evaluación de los riesgos podrá descartarse este tipo de intervención, pero desde la perspectiva de las obligaciones de un estado, opino que una actuación de ese tipo está mucho más justificada que otras desplegadas en países donde no concurren intereses españoles directamente.

Quiso la casualidad que dos semanas antes del abordaje de ese navío, la mayoría del Congreso, pastoreada por el Gobierno socialista, rechazase una moción de los nacionalistas vascos (no siempre coherentes con sus postulados) con una enmienda adicional de los populares, que pedía la protección de infantes de marina a bordo de los buques pesqueros españoles, visto el precedente del atunero Playa de Bakio.

Sea como fuere, se adujeron motivos falaces para rechazar esa moción y es muy probable que un despliegue inmediato hubiera evitado ese secuestro. La tramposa gestión de toda la crisis por parte del Gobierno comenzó, a modo de desquite por la osadía parlamentaria, abroncando a los pescadores por faenar fuera de la zona patrullada por las fuerzas navales bajo el mando conjunto de la Unión Europea (Operación Atalanta). No cabe duda de que Zapatero, el artista, y su pandilla vislumbraron enseguida las oportunidades que ofrecía el miedo de los familiares para presentarse como los desfacedores del entuerto. Tras muchas comparecencias ante los medios de comunicación de sus subalternos, pese a que decían que ‘trabajaban’ en gestiones reservadas y las subsiguientes intoxicaciones, el presidente del Gobierno se guardó el momento de anunciar la liberación de la tripulación del pesquero como fruto de las difíciles –no fáciles, en la neolengua monclovita- decisiones que había adoptado su Ejecutivo. Todo el mundo sabía lo que había ocurrido, pero el mensaje insistía en atribuirse un dudoso éxito sin aclarar si se había pagado un rescate a los secuestradores.

Bien es cierto que mientras se negociaba el rescate, el Gobierno parecía dar pasos en una línea sensata para prevenir casos futuros. El 30 de octubre aprobaba una modificación de los reglamentos de armas y de seguridad privada y, poco después, una orden que dejan a merced del Gobierno qué empresas serán autorizadas a desplegar guardas de seguridad pertrechados con armas de guerra en los pesqueros y el tipo de armamento que debe considerarse como tal. En otra ocasión me referí a la férrea regulación de la seguridad privada en España, pero, a juzgar por las informaciones dadas respecto a las primeras actuaciones de estos guardias de seguridad repeliendo el ataque de piratas cuando ha surgido la ocasión, parece que los efectos de remover la traba inicial para esas empresas han resultado extraordinariamente halagüeños.

Esa defensa privada se adaptará mejor a las necesidades específicas de los pesqueros y resto de la flota mercante que la defensa ante ataques concretos que pueda proporcionar la Armada de los estados involucrados en la operación Atalanta, después de todo entrenadas generalmente para otros cometidos. No obstante, los piratas podrían comenzar una escalada de ataques de mayor envergadura si destinan solo una mínima parte del dinero que ya han conseguido por anteriores secuestros para aprovisionarse de embarcaciones con mayor autonomía y del armamento adecuado. Ante esa eventualidad, deben eliminarse las estrechas limitaciones cualitativas marcadas por las regulaciones gubernamentales para utilizar armamento de guerra (en el caso español esas armas se limitan a fusiles de largo alcance) y las visibles barreras de entrada a los proveedores de esos servicios que el Gobierno impone, con el pretexto de velar por la seguridad pública. Resulta obvio, por otro lado, que las empresas son responsables de sus acciones según las normas jurídicas penales y civiles españolas, sin necesidad de una declaración expresa.

Asimismo, el gobierno debería abstenerse de destinar fondos públicos para financiar esa seguridad privada in situ, pues cuando se trata de una fuerza disuasoria ya no se dan las razones de urgencia que concurren en un secuestro consumado. Según anunció la propia ministra de Defensa, Carmen Chacón Piqueras, en el caso español, los gobiernos central y autónomo vasco asumirán por mitades el 50 % de los gastos que estos servicios de seguridad ocasionen a los armadores y navieros vascos, en el marco de un plan que parece extrapolable a los pescadores de otras comunidades.

De momento, es posible que una combinación de defensa privada a bordo de los barcos y la proporcionada por las armadas de distintos países europeos sea complementaria, pero si la situación de inseguridad se prolonga y continúan los ataques a la libertad de navegación, los estados deberían dejar paso a esos servicios de seguridad privados que contraten libremente los afectados, al tiempo que dejen de otorgarles subvenciones para sufragar su coste.

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