Skip to content

Manipulación moral vs. liberalismo

Compartir

Compartir en facebook
Compartir en linkedin
Compartir en twitter
Compartir en pinterest
Compartir en email

Los seres humanos actúan según sus preferencias y capacidades subjetivas, persiguen objetivos valiosos, asumen costes, tienen en cuenta normas de diversos tipos, se preocupan por su reputación, valoran de forma selectiva y limitada el bienestar de otros individuos y consideran las consecuencias de sus actos para los demás. Ciertos comportamientos se automatizan parcialmente como hábitos positivos o negativos: virtudes o vicios. Las personas valoran también las conductas ajenas y las juzgan según diversos criterios o principios. Una parte importante de la conducta humana sirve para influir sobre otros y así participar en el control de la acción ajena implantando valoraciones y reglas en sus mentes.

La moral (y su estudio como filosofía moral o ética) tiene que ver con estos tres ámbitos: valoraciones, reglas y hábitos. Los individuos tienen sentimientos morales que influyen sobre su conducta: promueven la cooperación y la ayuda mutua y defienden de parásitos y tramposos. Además las personas hablan y razonan sobre la moralidad, argumentan qué acciones y leyes están justificadas y cuáles son ilegítimas, si son compatibles o incompatibles con principios abstractos de alto nivel. El lenguaje moral fomenta ciertas conductas y rechaza otras.

Los debates morales pueden tener atributos propios de la auténtica exploración intelectual: objetividad, lógica, racionalidad, imparcialidad, uso de evidencia empírica. Sin embargo a menudo los moralistas ideológicos o religiosos, de izquierdas, derechas o centro, son hipócritas manipuladores con pocos escrúpulos o necios que fuerzan y distorsionan los razonamientos y cometen errores de argumentación para alcanzar conclusiones deseadas que convienen a sus intereses o preferencias particulares: mejorar su imagen pública, conseguir algún privilegio para algún grupo, mantener una estructura social opresora y a alguna élite en el poder. El sermoneo moral incluye diferentes variantes, desde el fanatismo intransigente, intolerante y radical hasta el buenismo tontorrón que sólo propone que seamos buenos y que lo que en el fondo importa es la actitud y la intención (y no los resultados).

Es común que preferencias, normas y hábitos se entremezclen y confundan en el discurso moral al hablar de valores. Se mencionan valores absolutos sin aclarar de qué se trata, si son normas inviolables o cosas que todo el mundo quiere sin importar los costes. Se repiten de forma acrítica múltiples obligaciones y prohibiciones sin explicar su origen y funcionalidad, o insistiendo en que están escritas, proceden de la divinidad o son por el bien común. Se le dice a la gente no sólo qué debe o no puede hacer, sino también qué debe o no puede querer, desear o preferir. Se afirma que algo es bueno o malo como si fuera un atributo objetivo, obviando a los agentes que lo valoran así o no, que lo aceptan o lo rechazan, que lo desean o no de forma subjetiva, relativa y dinámica. Se olvida que la acción se basa en preferencias relativas, no absolutas, porque siempre hay que asumir costes y renunciar a algo. Se dice que algo está bien o mal en lugar de afirmar que está permitido o prohibido.

Se recurre a grandes palabras sin aclarar su significado o forzándolo de forma demagógica: se equipara justicia a igualdad, normalmente de resultados y no ante la ley; se demoniza la desigualdad aunque esta pueda ser merecida; las desigualdades se presumen inaceptables sin indicar quiénes no son capaces de aceptarlas; se fomentan la envidia y el igualitarismo al tiempo que se promueven leyes desiguales con privilegios para algunos; se confunde libertad como ausencia de interferencia violenta en las decisiones con el poder efectivo o la disponibilidad de medios para actuar; se asegura que todo el mundo sabe que algo es bueno o malo, por lo cual no hace falta investigarlo o discutirlo; se insiste en que el principal valor ético es la solidaridad y esta se impone por la fuerza sin permitir que los individuos decidan a quién y cómo desean ayudar o no.

Se promueve la paz pero se roba sistemáticamente, denominándolo eufemísticamente redistribución. Se le dice a la gente que puede elegir pero que no puede discriminar sistemáticamente según determinados criterios. Se trata a los ciudadanos como niños incapaces de decidir algunas cosas por sí mismos, como qué sustancias introducir en su propio cuerpo, pero se les permite elegir a sus paternalistas gobernantes. Se asegura que algo es injusto cuando simplemente no gusta (justo es gusto). Se recurre a la indignación moral con completa desvergüenza simplemente para negociar mejores condiciones (el salario no es digno). Se critica al empleador, presunto explotador, y se beatifica sin más al empleado. Se deslegitima el ánimo de lucro como si los beneficios fueran malos y las pérdidas buenas. Se asegura que se actúa por el bien común y en servicio de todos mientras que se exige recibir más y entregar menos.

El liberalismo es impopular porque no busca halagar, trampear o engañar. Defiende normas universales, simétricas e iguales para todos, y que sean funcionales, que sirvan para coordinar la sociedad, para permitir y fomentar el crecimiento y el desarrollo de los individuos, para evitar, minimizar o resolver conflictos. Libertad es no agresión y respeto al derecho de propiedad, es tolerancia y responsabilidad: no actuar violentamente contra lo que no te gusta, asumir las consecuencias de tus actos, pedir ayuda pero no exigirla, compensar los daños causados a otros. Derechos y deberes positivos surgen de los contratos voluntariamente acordados y no pueden imponerse a las partes no explícitamente interesadas.

Aún no hay comentarios, ¡añada su voz abajo!


Añadir un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Más artículos

El día en que faltaban pisos

El tema de la vivienda es, sin duda, el principal problema de la generación más joven de país, podríamos decir de la gente menor de 35 años que no ha accedido al mercado de vivienda en la misma situación que sus padres, y no digamos ya de sus abuelos.