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Max Stirner

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Max Stirner ocupa un papel extraño en la historia del anarquismo, del individualismo, de la izquierda hegeliana, y de todo aquello con lo que le podamos asociar. Su principal obra es The ego and it’s own, título en inglés de Der Einzige und sein Eingenthun, y el liberalismo debe prestarle una cumplida atención.

Su nombre verdadero es Johan Kaspar Schmidt. Recurrió a un pseudónimo para no perder su empleo como profesor de la escuela para señoritas de Madame Gropius. Su afirmación del yo como fuente de moral parecería corresponderse con una vida menos anodina que la suya. Aunque su soledad y pobreza de los últimos años sí parecen guardar cierta coherencia con sus ideas.

Formó parte de Los libres, Die Freien, un grupo de jóvenes hegelianos que recibieron la visita ocasional de Marx y Engels. La primera publicación de importancia de Stiner fue para la revista Rheinische Zeitung, dirigida por un joven Marx. Traducida al español como El falso principio de nuestra educación, en ella distinguía entre el hombre educado y el hombre libre: «Si uno despierta en los hombres la idea de la libertad, entonces los hombres libres irán, incesantemente, hacia su liberación. Si, por el contrario, uno sólo los educa, en todo momento se acomodarán a las circunstancias de los más educados y elegantes, y degenerarán en rastreras almas de siervos». Su carácter se amoldará a los propósitos de otro, ya sea el Estado, la Iglesia o la humanidad.

Es un buen bocado para lo que va a venir con la obra que en España se ha traducido como El único y su propiedad, un título que no acaba de ser del todo fiel. Rechaza el idealismo hegeliano. De modo que parte del yo, pero no de una idea universal del ego, sino de un yo radical, lo que le lleva a las aguas del nihilismo en las que, sin embargo, no se ahoga. Reconoce que hay una realidad exterior, formada entre otras cosas por otros egos distintos al suyo. Su ego es previo a cualquier concepto, como «individuo», «sociedad», «justicia» y demás. Ese ego, que es una realidad radical, es creador de lo demás. Una segunda característica es que es único (einzig): «Mi carne no es la carne de otro; mi mente no es la mente de otro».

Con ese punto de partida, Stirner acepta que pueda existir una verdad objetiva, pero no es de su interés per se; sólo como instrumento del yo. Esa verdad objetiva prescindible alcanza a conceptos como el derecho o la moral: «Somos perfectos como somos, y en toda la tierra no existe un solo hombre que sea un pecador», pues su realidad parte de su ego, que es anterior a cualquier concepto de pecado que se le pueda aplicar: «Dueño y creador de mi derecho, yo no reconozco otra fuente de derecho que yo; ni Dios, ni el Estado ni la naturaleza, ni siquiera al hombre», dicha esta palabra en el sentido de la humanidad. Y añade: «Aquello que tienes el poder de hacer, tienes también el derecho de hacerlo», pues «yo decido qué es lo correcto en mí, no hay derecho fuera de mí». Es interesante el contraste del yo como realidad previa a la moral de Stirner y el observador imparcial de Adam Smith, que contribuye al individuo a forjar una moral válida.

El liberalismo tiene un problema con la defensa del derecho de propiedad, ya que es, en esencia, una pretensión sobre el comportamiento del otro. Esta idea merece un desarrollo mayor, que no me he atrevido a emprender. Stirner le da una solución, a su modo. Siguiendo su línea de razonamiento, Stirner rechaza el derecho de propiedad. Pero no porque rechace la propiedad, que no es el caso, sino porque lo que rechaza es el concepto ideal de derecho.

Alega aquélla perfección de la persona sólo para elevar al ego a cotas inalcanzables para otros baremos ideales, como la justicia, la ética o la moral. Porque no cree que la persona sea en realidad perfecta. Es más, Stirner nos propone un proceso de posesión progresiva del yo por parte de la persona. «Yo soy mi dueño sólo cuando yo soy el señor de mí mismo». Ese camino de auto posesión, de control sobre la propia persona, es también el camino hacia la libertad. La libertad, quedará claro a estas alturas, no puede ser un concepto ideal. No puede ser la libertad positiva de Hegel: la «libertad» de servir a una causa más grande que el propio individuo, pues ello supondría convertirse en un esclavo. Pero tampoco es suficiente la libertad negativa, porque no te libera necesariamente de seguir otras servidumbres, como las de la tradición o los valores prevalentes. «Toda libertad», por tanto, «es auto liberación, que sólo puedo lograr en la medida en la que yo procure para mí mi auto propiedad».

Pero hemos dicho que Stirner, que no es ni solipsista ni nihilista, reconoce la existencia del mundo exterior. ¿Qué relación deberá tener con él? Será la que determine el yo, claro. Puramente utilitarista. En este sentido, Stirner niega la acción desinteresada. Amo «porque el amor me hace feliz, amo porque amar es natural a mí, porque me satisface». Es un concepto que convierte al egoísmo en el nombre que le damos a albergar cualquier motivación y, por tanto, diluye al concepto de egoísmo en una tautología, en una identificación con cualquier acción, que siempre ha de estar motivada por algún fin. El egoísmo de Stirner, por esta vía, llegaría a ser compatible con la moral cristiana, que él rechaza, si el individuo llega a abrazarla, eso sí, después de un acto de autoposesión y libertad. En última instancia, su ética se basa en la elección libre, conscientemente egoísta, que le conduzca al disfrute de la vida.

La relación de esa posición, ética a pesar de las pretensiones del autor, con el Estado, no puede ser buena. El Estado hace suyo el concepto de soberanía, y ello implica la sumisión de los individuos. Por cierto, que eso no cambia en una democracia, frente a la cual, nos dice el autor, el individuo se encuentra en la misma posición que en una monarquía absoluta: a merced del poder. Stirner no comparte el engaño de muchos otros sobre el carácter del Estado: a su violencia le llama Ley, mientras que a la de los individuos le llama crimen. La ley, que es instrumento de su violenta imposición, necesita algo más para ser efectiva, y es una falsa ideología de hermandad y comunidad: «una red de dependencia y adherencia, es una pertenencia conjunta, una sujeción conjunta». En consecuencia, «yo soy libre en ningún Estado». El Estado no tiene fuero para «mandar en mis acciones, a decir el curso que yo seguiré y fijar un código para gobernarlo».

También rechaza la sociedad en la que vive, la sociedad heredada. Pues ésta es una asociación coercitiva, que exige de cada miembro que piense de una forma determinada, no fijada por su propio yo, y le exige también que actúe de determinada manera para el bien del conjunto.

Stirner tiene todas las papeletas para convertirse en ese mítico liberal que defendería una sociedad formada por átomos independientes unos de los otros. Es una idea perfectamente absurda; tanto, que yo sólo se la he leído a autores socialistas. Stirner, con toda su exaltación del yo y su ética del egoísmo, dice que «no hay aislamiento ni soledad, sino que la sociedad es el estado original del hombre. La sociedad es nuestro estado de naturaleza». Es lógico que haga esta afirmación, porque el hombre del que él habla es el hombre real, el hombre particular, no ideal.

Si el hombre vive en sociedad, pero debe rechazarla para conquistar su yo y alcanzar su libertad, ¿qué opción le queda? Que nos lo diga el propio autor con sus palabras: «Nosotros dos, el Estado y yo, somos enemigos. Yo, el egoísta, no tengo en mi corazón el bienestar de la sociedad humana. No sacrifico nada por ella, sólo la utilizo. Pero para poder utilizarla por completo, la transformo en mi propiedad y mi criatura. Es decir, la aniquilo y pongo en su lugar una unión de egoístas».

De modo que Stirner no rechaza la sociedad, sino esta sociedad. Y no sólo reconoce que la persona es un ser social, sino que le otorga una salida tras el rechazo de esta sociedad: la creación de otra formada por personas libres, egoístas (ya hemos visto que eso no quiere decir mucho), sobre una base utilitarista. Esto es así, ya que los otros no son el infierno de Sartre, sino que contribuyen al pleno disfrute de la vida que Stirner plantea como ideal.

El liberalismo resolvió muy pronto la aparente contradicción entre el individuo y la sociedad, gracias a la división del trabajo; gracias, en realidad, al descubrimiento de la interrelación en el mercado. Stirner no lo plantea en estos términos en The ego and it’s own. Tiempo después de escribir su gran obra, y por motivos probablemente distintos de los que él temía, perdió su trabajo como profesor de señoritas en la academia de Madame Gropius. Para obtener ingresos, tradujo las obras de Jean Baptiste Say o Adam Smith. No sé si los había leído antes de publicar su libro (1845), pero desde luego no los cita ni los utiliza.

Hay algo contradictorio en su propuesta. Rechaza el idealismo. Es nominalista y particularista. Pero Stirner no habla de él mismo, sólo, sino de cada individuo, en quien reconoce también un yo. Plantea un ideal para toda persona, que es la auto posesión como camino a una libertad plena. Puede que no reconozca un individuo ideal, y sólo un conjunto de personas reales, pero su mensaje es válido para todas ellas, de modo que no hay una diferencia significativa.

Otra dificultad relacionada con la anterior es que el yo, que a todo se antepone, que ve el mundo en términos utilitaristas, podría servirle a un brutal dictador, o a un criminal que quisiera imponerse sobre sus semejantes. Pero él rechaza eso. Rechaza la imposición sobre él y sobre los demás. La unión de egoístas es una unión pacífica, para la colaboración sin el recurso a la violencia, a la imposición. Luego su egoísmo utilitarista no puede recurrir a cualquier método que el yo considere adecuado para sus fines, pues choca con los fines de otras personas. La plena libertad que él desea para todos sólo es posible no ya al margen del Estado, sino con ciertos límites a la actuación individual. Esa unión con otros tiene que ser de cooperación, pero para que se produzca tienen que darse varios presupuestos, como el respeto a la persona y la propiedad ajenas, reforzados por una moral propia de una sociedad libre. Un Steiner defiende la libertad, pero otro rechaza su contexto institucional.

Carlos Marx es un intelectual despreciable, por muchas razones. Una de las peores es su desprecio por la honradez intelectual, que se manifiesta en sus largos textos de historia de las ideas. Uno de ellos es La ideología alemana. Más de la mitad de ese libro está dedicado a retorcer las ideas de Max Stirner y a lanzar sobre él abyectos ataques ad hominem. Él y Federico Engels, coautor de la obra, no pueden esconder su temor a Stirner. La creación intelectual de Marx se diluye ante la crítica que Stirner hace del comunismo, con unas pocas palabras: «El comunismo, por la abolición de toda propiedad personal, sólo me presiona para retraerme todavía más hacia la dependencia del otro, sea la generalidad o la colectividad. Y, tan alto como critica al ‘Estado’, lo que intenta es de nuevo un Estado, un status, una condición para limitar mi libre movimiento, un poder soberano sobre mí. El comunismo se rebela justamente contra la presión que experimento de los propietarios individuales, pero aún más horrible es el poder que pone en manos de la colectividad».

Con estas palabras llegamos a la última consideración sobre Stirner. Ha motivado la crítica, cuando no el escándalo, de varios moralistas. Adam Smith quizás hubiera sido uno de ellos de haber tenido la ocasión de leerle. En definitiva, formalmente, rechaza toda moralidad previa al individuo. Pero ningún intento por adoptar personalmente o de forma colectiva el pensamiento de Stirner hubiera llevado a las atrocidades que muchos de los supuestos amantes de la humanidad han propiciado con sus escritos; Marx y Engels al frente de todos ellos.

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