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Terrorismo democrático

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La voluntad del pueblo. La tiranía de los votos.

«Cuando la ley y la moral se contradicen una a otra, el ciudadano confronta la cruel alternativa de perder su sentido moral o perder su respeto por la ley».

Frédéric Bastiat.

Hace poco más de cuatro siglos, el Reino de Polonia y el Gran Ducado de Lituania se unieron en la que fue conocida como la República de las Dos Naciones. Allí, al margen de utopías griegas, se implementó por primera vez la democracia, salvando las enormes distancias con el concepto que conocemos hoy día. La Democracia de Nobles o la también llamada Libertad Dorada repartía los puestos parlamentarios entre las noblezas polacas y lituanas, administraba el país conforme a los intereses de los propietarios, y más importante aún: limitaba el poder del monarca. De aquellas experiencias fueron desgranándose elementos similares como el Parlamento de Gran Bretaña. La función de esa democracia era la de acotar al poder para controlar su actividad y garantizar seguridad; la de sumar los intereses de los tutelados para limitar al tutor. Hoy, precisamente al contrario, la democracia es el nuevo poder absoluto, y no hay frenos a los designios del 51%. Los tutelados eligen al tutor, y esperan de él que aplique su programa sin fisuras, dejando atrás los intereses de la minoría. Vamos por el camino de que una mayoría parlamentaria sea aún más poderosa que el más despótico de los monarcas.

En estos días asistimos a un sonado debate que parece no dejar a nadie indiferente: la posibilidad de que Arnaldo Otegi, histórico líder de la izquierda nacionalista vasca y de la banda terrorista ETA ocupe un escaño en el Parlamento Vasco. La jurisprudencia parece dudosa, al no quedar claro si puede o no presentarse, por no especificar la última de sus condenas la inhabilitación concreta. Al margen de concreciones positivas, el debate es otro.

El legislador puede retorcer la verdad como le plazca en favor de los intereses partidistas: Batasuna era ETA, pero pocos años después no pasó así con Bildu. La realidad se encuentra distante de lo enunciado por los políticos, y la gravedad del asunto no reside en si éste o aquel pueden legalmente presentarse: el tema es por qué la sociedad lo apoya, y cómo tenemos un sistema político que le dé alas. El que un ser de semejante calaña aspire a seguir en el poder, unas veces con bombas y otras con escaños, no resulta extraño: lo verdaderamente pavoroso, lo terrible y preocupante, es que existan personas dispuestas a votarlo. Desear una independencia no es delito ni debe serlo, pero el terrorismo sí. En una sociedad sana y próspera, el estigma social debería acompañar al terrorista, y no ser este encumbrado como mártir de la causa u hombre de paz, como lo llamó Pablo Iglesias. Si Arnaldo Otegi no pisa el Parlamento Vasco ahora con subterfugios legales, lo hará dentro de cinco años y no habrá -como él mismo dijo- tribunal ni ejército que pueda impedírselo. Porque con la democracia totalitaria que todo lo puede, con los votos que derriban sentencias judiciales y hunden la moral entre porcentajes, es posible.

No hay límite ya a la dictadura de los votos, no hay modo de establecer barreras a la inmoralidad de la tiranía electa. Entre las pocas funciones tolerables y entendibles del Estado se encuentra el monopolio del uso de la fuerza para administrar justicia, de cara a garantizar seguridad y evitar enfrentamientos. Cuando un grupo terrorista que ha dejado cientos de muertos concurre a las elecciones en pie de igualdad con los hijos de los asesinados por esa misma banda, algo no funciona. El Estado ha fallado; buena parte de su presunta legitimidad se desvanece. Una sociedad abierta se enfrenta a enemigos constantemente, y para ser libres hay que defender la libertad, siendo conscientes de que el mal, como tal, existe. El relativismo moral que gangrena la Europa decadente no debe nublar el juicio: los liberticidas no pueden estar en pie de igualdad con los oprimidos, y no se deben respetar las ideas criminales. La sacrosanta democracia, a la que ya hemos hecho referencia en este medio, no puede ser medida de todas las cosas: no es referencia moral, porque de así serlo, la moral sería elegible y modulable. La conciencia no se somete a los votos ni pasa por campañas, y que sea legal no quiere decir que sea justo. Que una ley confirme una situación y otra condene la previa, no hace a la primera aceptable y a la segunda perseguible. Que Otegi tenga apoyos no lo hace menos criminal.

Una parte -cada vez más creciente- de la sociedad española está moralmente perdida, es liberticida hasta el extremo y deshonesta en casi todo: cree que un orgulloso líder terrorista puede ser candidato. Ha olvidado las bombas y el miedo, los tiros en la nuca y los secuestros. Ha llegado a creer que el verdugo tenía explicaciones políticas, y la víctima parte de culpa. Piensa que la libertad puede estar al mismo nivel que la dictadura, y no quiere ver que el malo es quien mata al que piensa diferente. Ya no vivimos en aquella democracia de las Dos Naciones que limitaba al poder en beneficio de los ciudadanos; ahora somos nosotros los que tenemos que defendernos del poder democrático. Nos vemos ante el abismo; conforme a la legalidad, y con escrupuloso respeto a la Constitución, un terrorista compartirá escaño con sus víctimas.

La voluntad del pueblo. La tiranía de los votos.

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