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Wilhelm von Humboldt

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Wilhelm y Alexander von Humbold nacieron al comienzo del último tercio del XVIII. Se formaron en el palacio familiar en Tegel y recibieron una esmerada educación por varios de los mejores instructores de Alemania. Wilhelm siguió una carrera política y diplomática que le proporcionó más decepciones que alegrías, aunque introdujo una reforma educativa que perduró más de un siglo en su país. En sus últimos años se retiró para dedicarse al estudio, principalmente de las lenguas y de los clásicos griegos. Fue un liberal eximio, una figura descollante en la Alemania de Goethe y Schelling, de quienes fue muy amigo. Y es autor de una obra que no solo mantiene su vigencia sino que merece más atención de la que ha recibido.

Su obra política fundamental es Los límites de la acción del Estado, que desde el título ya indica el objetivo de su libro. Humboldt parte de la idea kantiana de que el hombre es un fin en sí mismo, lo que deja al Estado como un medio subsidiario y a su servicio. ¿Cuáles pueden ser sus objetivos, cuáles sus límites? Nuestro autor concibe dos fines últimos por parte del Estado: el apoyo económico de los ciudadanos y la seguridad.

El primero lo rechaza de plano. Esto no se podría entender si no nos detuviésemos en su concepción del hombre, cuyo verdadero fin, “no el que le señalan las inclinaciones variables, sino el que le prescribe la eternamente inmutable razón, es la más elevada y proporcionada formación posible de sus fuerzas como un todo”. Esa “formación” es lo que Humboldt llama bildung en su idioma. Es el proceso de crecimiento personal y el cultivo del carácter que emana de ese proceso y combina la sensibilidad estética, los sentimientos y la razón. Esa formación del carácter no puede crearse sobre bases falsas, tiene que forjarse desde la experiencia tal cual se da en un entorno de naturaleza, es decir, de libertad. Por eso dice que “para esa formación, la condición primordial e inexcusable es la libertad. Pero, además de la libertad, el desarrollo de las fuerzas humanas exige otra condición, aunque estrechamente relacionada con la de la libertad: la variedad de las situaciones”.

Si el Estado cuida de la provisión de nuestro bienestar, se producirán dos efectos muy perniciosos, al entender de Wilhelm von Humboldt. Por un lado se corrompe el bildung. Lo expresa con estas palabras: “Quien es dirigido mucho y con frecuencia tiende fácilmente a sacrificar, de un modo espontáneo, lo que le queda de su independencia. Se considera libre del cuidado de dirigir sus actos, confiándolo a manos ajenas, y cree hacer bastante con esperar y seguir la dirección de los otros”. Un camino que lleva a la corrupción también de la verdadera solidaridad, que nace de los vínculos privados: “Cuanto más se encomienda uno a la ayuda tutelar del Estado, así tiende, o en mayor medida todavía, a confiar a ella la suerte de sus conciudadanos. Y esto debilita la solidaridad y frena el impulso de la ayuda mutua”.

El intento del Estado de asegurar nuestro bienestar también preocupa mucho a nuestro autor, y es que socava la natural diversidad de una sociedad libre: “La variedad que se logra por la asociación de varios individuos es precisamente el bien supremo que confiere la sociedad; y esta variedad se pierde indudablemente en la medida en que el Estado se inmiscuye. Ya no son, en realidad, miembros de una nación que viven entre sí en comunidad, sino súbditos que entran en relación con el Estado, es decir, con el espíritu que impera en su gobierno”.

Descartada cualquier actuación del Estado para asegurar nuestro bienestar, y sin recurrir para ello a ningún argumento económico, Humboldt estudia a continuación la conveniencia de que el Estado nos procure seguridad. Considera que una sociedad perfectamente libre no será capaz de proveer este bien, ni frente a las violaciones de nuestros derechos dentro de la comunidad ni frente a la injerencia de Estados extranjeros. Aquí, y siempre de un modo subsidiario, sí debe actuar el Estado.

Pero de nuevo no entenderíamos el pensamiento de Humboldt en este aspecto si no le dejásemos definir qué es para él la seguridad. “Yo considero seguros a los ciudadanos de un Estado cuando no se ven perturbados por ninguna injerencia ajena en el ejercicio de los derechos que les competen, tanto los que afectan a su persona como los que versan sobre su propiedad”. En consecuencia, “la seguridad es la certeza de la libertad concedida por la ley”. No hay oposición entre seguridad y libertad. Ambas son una y la misma cosa: el reconocimiento y la protección de nuestros derechos. Hay un paso que no da Humboldt a partir de aquí, pero que sí haremos nosotros: El Estado no puede violar nuestros derechos en nombre de la seguridad, porque lo que hace es violar nuestra seguridad en su mismo nombre.

Humboldt también atiende el problema de los crímenes sin víctima. A su entender, Si el Estado sólo puede actuar cuando se lesiona el derecho de un individuo, ha de mantenerse al margen cuando los individuos, haciendo uso de su libertad, cometan actos que puedan ser considerados inmorales o inadecuados pero no atenten contra el derecho de un tercero. Llega a decir que “incluso debería quedar impune el homicidio realizado por voluntad de la propia víctima”, aunque confiesa su temor por “el peligroso abuso a que esto podría dar pie”.

Humboldt también mostró su temor por la pretensión de los intelectuales, que pudo comprobar en París inmediatamente después de la toma de la Bastilla, de reconstruir la sociedad sobre nuevas bases, erigidas únicamente en la razón. Ya en Los límites había aclarado que “la mejor forma de exponer la intención general que preside las ideas aquí expuestas podría ser la de decir que pretenden liberar a la sociedad de todas las ataduras, pero entrelazarla, a la vez, mediante todos los vínculos posibles”. Estos vínculos voluntarios, fuertes por surgir del interés personal, pero lo suficientemente flexibles como para no atentar contra los objetivos de los hombres, forjan usos, costumbres, que se prueban una y otra vez contra la experiencia de generaciones, y emergen perfilados y refrendados con el paso del tiempo. No son el fruto de una concepción racional, aunque no están exentos de racionalidad. Y son muy superiores a lo que pueda surgir de una razón desinformada, desasida de la experiencia de una sociedad.

Es más, la legislación es más fruto de la costumbre que de la ley: “La mayoría de los resultados que hoy se atribuyen con tanta frecuencia a la sabiduría del legislador son, en realidad, simples hábitos populares, tal vez vacilantes y necesitados, por ello, de la sanción de la ley”. En la obra que escribió tras su paso por la Francia Revolucionaria incidió en los límites del racionalismo, al decir que “La razón es capaz de dar forma al material que esté ya presente, pero no tiene el poder de crear material nuevo… Las constituciones no se pueden injertar en los hombres como los brotes en los árboles”. Y, si por un lado la legislación racionalista tiene sus peligros, por el otro es menos necesaria de lo que pueda pensarse, ya que “la experiencia demuestra no pocas veces que lo que desata la ley lo ata precisamente la costumbre”. Esta fe en la capacidad de una sociedad libre de regular los buenos usos sociales es fundamental para el liberalismo.

Wilhelm von Humboldt no necesita acudir a la economía para exponer los principios más importantes de una sociedad libre. Sus ideas han sido expresadas más tarde por varios de los miembros de la escuela austríaca y por otros autores liberales. Su obra es importante y merece atención por quienes creemos en las bondades de las sociedades libres.

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