Skip to content

Cambio de régimen

Compartir

Compartir en facebook
Compartir en linkedin
Compartir en twitter
Compartir en pinterest
Compartir en email

Las constituciones, por su eminente carácter político, no son normas que se rijan por las características que sí nos serían útiles para comprender y clasificar otro tipo de reglas jurídicas. De la vigencia de una Constitución depende, en gran medida, no solo la validez formal de las leyes incluidas bajo el orden que establece, sino la eficacia misma de los contenidos normativos que pretenden articular.

Acertaban algunos positivistas al hacer depender la coherencia de todo su entramado de ingenuidad científica y grave error intelectual de la eficacia general del sistema jurídico positivo. La cuestión radica en que no se trata de diseñar sistemas sino de percatarse de la mera existencia de un orden social que, por sí mismo, plantea, como hecho prepolítico, un tipo de consenso múltiple y complejo del que se deriva, forzosamente, el contenido y la efectividad del orden público. Las constituciones son, de esta manera, fruto del compromiso político más o menos claro siempre posterior a una clase de consenso del que se deriva la vigencia del régimen político y legal que contengan, definan y estructuren organizativa y axiológicamente hablando.

Una buena teoría política y del poder como la que podemos encontrar en las obras de Dalmacio Negro o B. de Jouvenel, entre otros, nos brinda la posibilidad de comprender en términos generales, pero bastantes, acontecimientos que ya pertenecen a la historia de los pueblos. De igual modo, con una teoría depurada y la perspectiva que exclusivamente la rigurosa comprensión histórica nos faculta, estaremos en disposición de analizar con acierto acontecimientos que nos son contemporáneos, advirtiendo, siempre con la cautela del que especula sobre el futuro, la posibilidad de nuevos cambios de régimen en breve plazo.

Los regímenes no cambian de la noche a la mañana; lo hacen, siempre, gracias a procesos de descomposición del compromiso político que, hasta la fecha, fue capaz de sustentar dicho régimen. Cuando se trata de un problema de disenso social, en función de su intensidad, el cambio puede llegar a ser traumático para los individuos que lo padezcan en primera persona.

Un orden social tramado es paralelo en su entidad al consenso social indispensable para que se dé un proceso político singular e histórico. Los acontecimientos contribuyen a alterarlo, pero también las deficiencias en determinados aspectos estructurales. Esto sucede en todo lo relativo a la formación del Estado, desde su versión moderna, cuasi medieval, hasta su sustancia actual. España, en este sentido, tiene una particular historia en lo que a la constitución estatal se refiere. Desacompasada y traumática, incapaz de afrontar la integración radical que otras naciones políticas si experimentaron. Fueron aquellas naciones con procesos más acompasados de formación estatal las que representan un referente que, más que de guía, sirvió como fuente de frustración, excesos y vicios en el compromiso político.

Si algo caracteriza el mundo que vivimos, y no debemos obviar si queremos comprender determinados acontecimientos, es sin duda la total absorción que el Estado ha ejercido sobre el Derecho, la política, el Poder, el mercado y la propiedad. Centrados en los tres primeros órdenes, el estatismo ha penetrado con tal virulencia que hoy son prácticamente indistinguibles Orden y Estado. Esto no sucede en el caso del mercado y la propiedad, donde el Estado invade pero se ve compelido a respetar ámbitos e idear formas de relación lo más eficientes posibles, al ser ambos la clave de su supervivencia.

En cuanto al Derecho la asimilación no es total, y la muestra es que la mayoría de los contenidos normativos tradicionales y de demostrada eficiencia han sobrevivido a pesar de la Legislación. Los jueces mantienen cierto espíritu libre y la Jurisdicción no ha acabado convirtiéndose en un instrumento más de dominación y planificación social.

El orden político y el Poder, muy al contrario, tienen en el Estado el mejor reflejo de su extensión adaptativa experimentada en los últimos tres siglos (si no más). La socialdemocracia "liberal" (permítanme el esperpento) es, y de eso no hay duda, la versión más perfeccionada del Estado total culminado, en su mera exaltación, durante el periodo de entreguerras y la segunda guerra mundial. En 1945 comenzó la andadura de un Estado que hoy, a pesar de crisis y reajustes organizacionales, es, en términos económicos, morales y políticos, la cima del totalitarismo (siempre entendido en sus justos términos, lejos de la ejemplificación reduccionista y capciosa).

Es posible afirmar que los cambios de régimen político no suceden de espaldas al estatismo, no son fenómenos sociales, sino acontecimientos gravemente alterados por una dinámica y una ideologización de cariz estatista. En España, a lo largo del siglo XX, tres cambios de régimen han marcado su singular dinámica política. En primer lugar, el derrumbe o colapso de la Restauración. En este caso no afirmo como cambio el advenimiento del régimen republicano porque, siendo estrictos, la Segunda República no nació del consenso social, sino que dicho consenso social precipitó el fin del régimen anterior y fue la ausencia de alternativa la que facilitó la exaltación republicana. Faltó, arrastrando semejante anomalía, el compromiso político capaz de sacar adelante una alteración institucional como la que se pretendió en 1931.

Sin la suficiente base, ni siquiera demostrada por la clase dominante o representativa de aquellos años, parece razonable que el disenso acabara por invadirlo todo, generando los mimbres de lo que acabaría siendo una guerra civil. El alzamiento militar, su fracaso inmediato y el estallido de la Guerra Civil española representan a la perfección la crisis política vigente y el grave disenso, que si bien se agravó durante la segunda república, venía de mucho antes, procedente de la incapacidad política para articular un régimen estable justo en el espacio vacuo que legó la larga agonía de la Restauración.

El franquismo logró contener el disenso, pero no por vías pacíficas, sino desde la instauración de un régimen totalitario en unos momentos donde el hartazgo, el miedo y la convulsión contribuyeron a perpetuar este nuevo régimen durante algunos años. La clave de su pervivencia no procede tanto de la naturaleza ideológica con que sus valedores morales quisieron proveer al nuevo régimen, sino de la situación de origen y la inaudita mejora en la calidad de vida de los españoles. El avance económico contribuyó a legitimar el régimen más allá de sus excesos, consolidando un consenso social con un débil compromiso político; dejando hacer a algunos y postergando los cambios para cuando fueran inevitables. El cansancio y las ganas de cambio político y social coincidieron con el ocaso de la clase dirigente. La transición política, pacífica, sin romper la legalidad anterior a pesar de las profundas y paulatinas reformas, representa el tercer tipo de cambio de régimen que ejemplifica a la perfección el caso español.

Analizadas teoría e historia toca ahora comentar la actual situación y las diferentes posiciones que tratan de influir en ese consenso social, de carácter prepolítico y del que emana la validez material de un régimen. La anomalía que se experimenta en España no es del todo inusual pero sí posee características que contribuyen a oscurecer la mera proyección de escenarios previsibles.

Roto el compromiso político obedeciendo a un disenso social acotado y minoritario, el sistema partitocrático ha sido manejado a fin de doblegar las instituciones políticas, alterando el diseño constitucional dentro de una estrategia sutil y novedosa: manteniendo una aparente adhesión al régimen vigente mientras que al mismo tiempo y tomando como base hechos consumados, se termina definitivamente con la validez misma de la Constitución de 1978.

Todo esto ha sucedido en gran medida al margen de la opinión pública que, gracias a una estrategia mediática de distorsión de la realidad unida a una oposición política incapaz de articular un discurso certero y audaz, ha seguido el proceso sin percatarse de la importancia de sus consecuencias.

La Constitución de 1978 fundó un régimen partitocrático, de libertades públicas y un Estado intensivo. En dicho proceso ha tenido un papel determinante la descentralización política, intervencionista y planificadora, con origen en el Estado central de herencia franquista, y final en los entes territoriales autónomos.

Las comunidades autónomas han logrado para sí la versión más radical de todas las previstas en el texto constitucional, aprovechando ciertas vías de centrifugación del Estado monolítico. Insertos en este proceso sin aparente final, la opinión pública ha perdido el contacto con la realidad de todo lo que acontece en el trasvase de facultades estatales del centro a la periferia. Agazapados, con mayor o mejor descaro, los particularistas de todo tipo han logrado que su deseada singularidad llegue a marcar la tónica general.

La reforma del Estatuto catalán ha demostrado cuál es la visión que el presidente José Luis Rodríguez Zapatero tiene de España. Si bien desconocemos todos los matices que pululan por la mente del audaz socialista, sí sabemos que abjura del orden constitucional vigente, despreciando su legitimidad, considerada un indeseable resquicio del régimen anterior, un ejemplo de la resignación que en los años de la transición política condujo a ciertos sectores de la opinión pública, con el único y loable objetivo de garantizar la estabilidad institucional y el camino hacia la democracia, hasta el oportuno apoyo dedicado al cambio régimen.

Aunque hubiera de aquello, y el resultado constitucional no gustase a casi nadie en su integridad, tomar la transición política española como una imposición de la clase dominante anterior y un acto de generosidad y paciencia por parte de los vencidos en la contienda civil que inauguró la dictadura franquista supone una franca temeridad al desconocer por completo cuáles son los cimientos de cualquier orden político.

El consenso social continúa siendo suficientemente amplio en lo fundamental, y es eso lo que tiene auténtica relevancia en la dinámica social y estatal de los pueblos occidentales contemporáneos. Considerar deficiente, superable o indeseable el compromiso político alcanzado en 1978 es un error sin paliativos producto de no comprender el hecho prepolítico que aún hoy lo sostiene.

Decíamos que el consenso social es previo al compromiso político capaz de diseñar un orden constitucional aparentemente original o novedoso. En 1978, y todavía hoy, determinados sectores de la opinión pública no participaron siquiera en ese consenso fundamental que hizo posible e inevitable el cambio de régimen. Dicha desvinculación genero tensiones y forzó la oportuna cesión en ciertos aspectos que, en principio, no formaban parte de los programas básicos de compromiso que portaban las dos visiones dominantes en sus carteras de negociación.

Aun así se quiso incorporar también a quienes disentían sin darse cuenta de que nunca, o en rara ocasión, el disenso de este estilo acaba siendo asimilado con el éxito pretendido. Lo cierto es que contradijo la buena voluntad de quien así quisieron soñarlo: el disenso como patrón del diseño institucional acabó por contagiar un espíritu que inoculó en la clase dominante un descalce evidente respecto al sentimiento general de la opinión pública dominante.

Lo que se ha venido realizando desde hace unos años, con mayor éxito desde que gobierna un defensor de semejantes posiciones, es el cambio de régimen a pesar de la opinión pública. Un fraude que camufla dentro de discursos efectistas un asalto constitucional cada vez más evidente. Desde el interior del entramado político-institucional, y por la vía de los hechos consumados, se ha conseguid la ruptura con las previsiones principales de la carta magna, disolviendo la definición política de España, como nación única, e incorporando al diseño estatal entes capaces de reivindicar mediante actos de soberanía cuestiones declaradas ilegales o inconstitucionales.

La controversia en torno a la esperada sentencia del Tribunal Constitucional sobre el Estatuto Catalán es un adelanto interesante. No es ya que desde las instituciones autonómicas catalanas se advierta del conflicto sino que en las Cortes Generales del Estado o el mismo gobierno español, se manifieste sin tapujos la normalización de una ruptura del orden constitucional vigente. Defendiendo que lo que aprueba el Parlamento catalán de acuerdo con las Cortes no puede ser posteriormente declarado inconstitucional por el órgano que la misma Constitución prevé para tales conflictos, demuestra que la dinámica de crisis política en la que se ve inserta la sociedad española es imparable.

A todo esto, la oposición política, declarando su disconformidad, parece incapaz de articular un discurso que, desde el sosiego y la claridad, presente ante los españoles la gravedad de la situación. El consenso social resiste, pero el compromiso político está roto por completo. La fuerza que hoy gobierna, al menos desde su dirección de partido, ha dado por superadas las previsiones fundamentales de la Constitución española, sin recurrir a los cauces que ésta prevé en un eventual proyecto de reforma. Esto no es un mero y anecdótico desprecio por el formalismo y los cauces instituidos, sino la única manera posible para, por la vía de los hechos, consolidar esas conquistas políticas anheladas quienes practican el disenso particularista.

El sentimiento político de media España ha quedado al margen del pretendido cambio. El consenso social en torno al régimen vigente,  aún mayoritario, se encuentra indefectiblemente asaltado por los acontecimientos. La crisis puede adoptar formas inauditas e imprevisibles. Desde una auto anulación que deje todo como está, hasta una reincorporación sorprendentemente inmediata a la normalidad constitucional, o, en el peor de los casos, a una súbita ruptura unida al inicio de un periodo de desasosiego social y político.

Sea como sea el desenlace de este conato de cambio de régimen, sus responsables tendrán, en todo caso, nombres y apellidos. No ha sido el clamor popular por modificaciones sustanciales, tampoco la unanimidad al menos en el interior de uno de los sectores políticos mayoritarios, lo que promovido un cambio. El precipicio al que nos enfrentamos procede de una estrategia irresponsable, arte y gracia de quien nos gobierna y quienes les apoyan, amparado por la estructura partitocrática que lamentablemente blinda a los dirigentes facultándoles en la comisión de fechorías tan megalómanas como la que hemos tratado de estudiar en estas líneas.

Aún no hay comentarios, ¡añada su voz abajo!


Añadir un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Más artículos