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La subida de impuestos no nos hace más iguales

Publicado en El Cato

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A lo largo de la historia económica, las subidas de impuestos se debían principalmente a una invasión que traía consigo una obligación económica hacia el vencedor.

En plena campaña electoral, el tema de los impuestos es una cuestión muy relevante para todos. Los españoles, en general, estamos exhaustos por las subidas de impuestos que se sumaron al empobrecimiento fruto de la crisis y recesión. El gobierno necesita más financiación para sostener sus promesas electorales y seguir en el poder. Los empresarios más grandes o se van o temen que sus beneficios se vana ver mermados; los más pequeños están aterrados porque si ya costó mantenerse en pleno temporal, seguir adelante con más presión fiscal va resultar muy complicado.

Las propuestas electorales van en el camino de la subida. Solamente el Partido Popular propone bajar algo los impuestos, y aclara que «no es una propuesta caída del cielo» sino que ya lo han llevado en su programa con anterioridad. Claro. Y todos sabemos qué hizo Mariano Rajoy nada más subir al poder con ese programa electoral. No tienen ninguna credibilidad.

A lo largo de la historia económica, las subidas de impuestos se debían principalmente a una invasión que traía consigo una obligación económica hacia el vencedor y a las guerras, fueran para conquistar o para defender territorio. España sabe muy bien cómo se cae un imperio por falta de financiación. Hoy en día, las subidas de impuestos se justifican de cualquier manera: la economía va a mejor, aprovechemos para disminuir la desigualdad; la economía va a peor, hay que disminuir la desigualdad. Y da la sensación de que todo el mundo da por bueno que subir impuestos, cuando es a los ricos (es decir, siempre al otro), disminuye la desigualdad. Pero ¿debe el gobierno hacernos iguales siempre y en todo caso? No. No si se trata de igualar por abajo y empobrecernos a todos. Y eso es lo que sucede con los impuestos, también con los progresivos.

En mi opinión, los millonarios son parcialmente la materia prima del sistema financiero. E incluso si se trata de millonarios egoístas que solo piensan en su cueva llena de monedas de oro, una subida de impuestos no les hace ser virtuosos, no deciden subir salarios, ser más altruistas, mejorar la vida de la gente que les rodea. Pero sí van a buscar un lugar fiscalmente más confortable, sea moral o inmoral, van a reducir gastos y, de manera indirecta, a empobrecer a la población. Hablaba David Hume en A Treatise on Human Nature de que la justicia no debe emplearse para aumentar la generosidad limitada de algunas personas, porque para eso lo que hay que hacer es cambiar los valores de esos ciudadanos, no exigirles generosidad por ley. Esa generosidad limitada es propia de la naturaleza humana, y junto con la escasez, llevan, a veces, a la injusticia y la avaricia. No está en el ámbito de las obligaciones del Estado manejar las virtudes y los vicios de la población, aunque sí puede, como proponía Adam Smith, propiciar un marco adecuado, basado en incentivos correctamente aplicados, las leyes.

Los incentivos adecuados funcionan, los malos también

¿Qué tipo de incentivos, de leyes, llevarían a una sociedad menos egoísta, más justa, menos corrupta? Yo empezaría, como aperitivo, eliminando los privilegios, a personas y grupos de personas. Y ahí entran los sindicatos, la patronal, las fundaciones, los partidos políticos, las empresas que crecen gracias a acuerdos con el gobierno, a cambio de otros tantos privilegios, o de poner en marcha la puerta giratoria cuando haga falta recolocar a un político. Estos privilegios que muchas veces y desafortunadamente son legales, llevan necesariamente a otros ocultos e ilegales, que se institucionalizan y acaban con la sociedad civil y con la responsabilidad individual.

En cambio, unas leyes que favorezcan fiscalmente a unas empresas y a otras no, tienen efectos perversos y van en detrimento de todos, por las distorsiones que se generan.

Algo parecido sucede con el denostado fenómeno que consiste en cambiar la residencia de tu empresa por motivos fiscales o abrirla fuera de tu país por el mismo motivo. Así que logramos que haya libre movimiento de capitales, empresas, personas, bienes y servicios en Europa (y ojalá en el mundo) y a continuación exigimos que las leyes fiscales sean las mismas. Es decir, si en mi país los empresarios o los autónomos están fritos a impuestos y se van, lo que se pretende como justo es que sean libres para irse pero, eso sí, que se encuentren el mismo infierno fiscal. Eso es como proclamar la libre empresa y obligar a los vendedores a poner los mismos precios.

Y es que la recaudación fiscal y la entrada y salida de inversores es en realidad el incentivo para el legislador. Si la economía va bien, si la gente está contenta con la gestión del presupuesto público, los empresarios se quedarán, darán empleo, o darán vida al mercado financiero. Lo mismo sucederá con las personas. Pero en vez de pensar en qué razones encuentran los empresarios e inversores en Irlanda, Reino Unido, Chile o Perú, preferimos entregar las riendas a los políticos para que sigan gastando en sus propios intereses, bajo la excusa de fomentar la generosidad o de eliminar desigualdades.

 

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