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Gobernados por bandidos

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En ocasiones la gente despierta de la sedación a la que nos somete el gobierno. Los hay que tienden a mitificar a sus políticos, a considerarlos ángeles que velan por nuestra libertad y prosperidad sin mirar por sus intereses. Pero ya están los propios políticos para recordarnos, insistentemente, que esa idealización no corresponde con la realidad. Cuando la prensa reveló que, supuestamente, la sede del Partido Popular se había convertido poco menos que en la trastienda de Los Soprano, en la que circulaban sobres con sobresueldos y regalos de agradecimiento, el sueño de muchos se disipó. El del PP no es un caso único, por supuesto. Más bien al contrario. Todo partido político que haya disfrutado de una determinada cuota de poder tiene sus casos de corrupción, sus muertos en el armario. Y cuando asoman, se apresuran a esconderlos como si no pasara nada, negando la evidencia ante la ciudadanía.

Muchos ciudadanos se preguntan: ¿Pero es que no hay político honrado? ¿Por qué todos están pringados? Es como si fuéramos presa de una maldición, como si fuera cuestión de mala suerte. Pero no, no es mala suerte. Es lo lógico. Ya lo decía Lord Acton: "el poder tiende a corromper, y el poder absoluto corrompe absolutamente". Los únicos partidos que no están implicados en casos de corrupción son los que no tienen ni han tenido suficiente poder. Y si en algún momento pensamos que para acabar con la corrupción hay que votar a alguno de estos inmaculados partidos minoritarios, nos equivocaremos: tan pronto como lleguen al poder se corromperán. La solución a la corrupción no consiste en votar a éste o a aquél. No es un problema de personas, sino de incentivos.

Anthony de Jasay comienza su libro El Estado con una simple pregunta: "¿Qué harías si fueras el Estado?". Es sorprendente cómo a menudo nos entretenemos demasiado pensando en cómo nos gustaría que fuera el Estado, o cómo querríamos que el gobierno actuase. Y sin embargo dedicamos poca atención a pensar qué es realmente el Estado, cómo funciona, o cuáles son los incentivos de los gobernantes a la hora de determinar sus acciones. Al hacernos esas incómodas preguntas podemos descubrir que la corrupción no es un golpe de mala suerte, sino la natural respuesta a los incentivos a los que se enfrentan los políticos.

Ludwig von Mises afirmó en su gran obra La Acción Humana que "la corrupción es la consecuencia natural del intervencionismo". "Los políticos y empleados públicos no son seres angélicos. Muy pronto se dan cuenta de que sus decisiones suponen para los empresarios considerables pérdidas o importantes beneficios. Sin duda hay burócratas que no se corrompen, pero hay otros ansiosos por aprovecharse de cualquier oportunidad segura de compartir los beneficios con aquellos a los que sus decisiones favorezcan".

Cuando los políticos pueden tomar decisiones arbitrarias que suponen una ganancia para unos a costa de pérdidas para otros, que es en lo que se basa cualquier política intervencionista, se crean los perversos incentivos que conducen a la corrupción. En este marco, el responsable de tomar la decisión recibirá una gran presión por parte de los potenciales beneficiados o perjudicados, ya sea en forma de dinero o de servicios. Escapar una vez es posible, pero a largo plazo se hace más difícil resistirse. De hecho, como en política no sucede como en el mercado, en el que los que no sirven bien a los ciudadanos quiebran y quedan apartados, sino que incluso les beneficia si saben elegir quiénes deben salir favorecidos, este tipo de prácticas tienden a prosperar. Si los ciudadanos queremos realmente combatir la corrupción gubernamental debemos tener claro que el camino para esto no es pedir un cambio de personas, sino exigir una reducción del poder discrecional que disfrutan los políticos. Como escribió Anthony de Jasay: "La reducción de la corrupción resultará de forma natural como consecuencia de una reducción en el ámbito de actuación del gobierno".

Este pecado original, el del uso del poder para beneficio de unos a costa de otros, está en la propia esencia del Estado. El sociólogo alemán Franz Oppenheimer explicó de manera esclarecedora el origen del Estado en su libro Der Staat. El Estado nace en el momento en el que las antiguas bandas de saqueadores descubren que hay una forma más rentable de obtener riquezas que arrasar con los pueblos de campesinos: someterlos. Cuando se aniquila a los más productivos, éstos dejan de producir riqueza y no se les puede volver a saquear. Pero si los bandidos se instalan en el poblado y les rapiñan poco a poco, permitiéndoles continuar produciendo, los saqueadores a la larga salen ganando. El Estado, dice Oppenheimer, nunca surgió a partir de un inexistente "contrato social", como decían Locke o Rousseau, sino de la conquista. Del sometimiento de los productivos por los grupos más organizados para el saqueo.

Es cierto que el Estado ha evolucionado mucho desde entonces. Ahora incorpora, aunque muy imperfectos, algunos contrapesos que permiten al ciudadano tratar de fiscalizar la labor del gobierno y deshacerse de él cuando la mayoría se pone de acuerdo en que es excesivamente perjudicial. Pero tampoco se ha avanzado tanto como parece. La política sigue siendo un potente mecanismo que permite a unos vivir a costa de otros. Los gobernantes son elegidos por votación mayoritaria, sí, pero a partir de listas cerradas, sin competencia, entre partidos casi iguales y por un mecanismo con insuperables barreras de entrada. El ámbito de intervención del Estado es inmenso y arbitrario. Los políticos siguen sin ser responsables por el incumplimiento de ese supuesto contrato que contraen con los ciudadanos al presentarse a las elecciones, ni tienen que responder por los daños y perjuicios que puedan provocar. No se hacen responsables de sus actos, y eso se nota. Lo que nos han demostrado es que tampoco se molestan en disimular su verdadera naturaleza. No pierden la ocasión para recordarnos que en esencia siempre fueron iguales; que seguimos gobernados por bandidos.

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