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La protección del inversor

Publicado en Libertad Digital

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El caso Endesa y la reforma de la Ley del Mercado de Valores ha vuelto a colocar de actualidad la idea de que el Gobierno tiene la misión de proteger a los inversores en los procelosos mercados de capitales. Bajo esta perspectiva, los pequeños accionistas tienen una especial predisposición a ser engañados por grandes y poderosos grupos económicos que podrían llegar a dilapidar los ahorros de toda una vida.

La protección frente a las ofertas públicas de adquisiciones es amplia pero me gustaría comentar una imposición en concreto: la obligación de lanzar una OPA por la totalidad del capital cuando se adquiera un cierto porcentaje de acciones (en la nueva ley el 30%).

En principio, la finalidad de la norma es que la adquisición de las compañías tenga un carácter "público" de modo que todos los inversores tengan tiempo de estudiar las condiciones de la oferta y exigir una prima superior a la que podrían obtener si las adquisiciones fueran secretas, no anunciadas y mediante comisionistas. En realidad, la normativa es un completo despropósito que destruye todos los incentivos para el aprendizaje financiero por parte de los inversores y que dificulta la reasignación de recursos hacia los nuevos proyectos empresariales.

Recordemos que una acción es una parte del capital de una compañía que da derecho a esa parte del capital y a las rentas futuras (beneficios) que genere. Dado que los beneficios futuros todavía no se han realizado y son inciertos, los inversores no capitalizan completamente esas rentas futuras en el precio de las acciones sino que las descuentan según su lejanía temporal (preferencia temporal) y la incertidumbre que puedan percibir (aversión al riesgo).

Cada individuo, en función de sus expectativas sobre las rentas futuras, de su preferencia temporal y de su aversión al riesgo estará dispuesto a desprenderse de las acciones por un precio determinado. Precio que será superior al valor presente de esas rentas futuras y que, por tanto, será mutuamente satisfactorio. Por consiguiente, cuando un gran inversor o una gran empresa quiere adquirir a otra es porque a) prevé que la compañía opada logrará beneficios superiores a los que esperan sus actuales propietarios, b) está dispuesta a esperar más tiempo para conseguirlos, c) tiene más confianza en la empresa.

El punto a) puede alcanzarse bien porque la empresa adquiriente tiene mejor información que los propietarios actuales (por ejemplo, porque cree que la demanda de sus productos se incrementará sustancialmente) o, lo que es más común, porque se cree capaz de reorientarla y mejorar su gestión actual.

La imposición de que toda adquisición se efectúe mediante oferta pública pretende que los accionistas actuales tengan la ocasión de exigir un precio superior, bien porque sospechen que la empresa opante tiene información que ellos no, o porque quieran apropiarse de parte de los mayores beneficios futuros que engendrará el nuevo proyecto. Las adquisiciones secretas, en cambio, no modifican las expectativas de los propietarios por lo que pueden hacer que vendan las acciones sin ser conscientes del mayor precio que podrían obtener.

Pero, ¿por qué motivo un accionista ha de tener el derecho a quedarse con parte de los beneficios que todavía no se han realizado y que no ha sido capaz de anticipar o, lo que es peor, con los beneficios que generará el nuevo empresario? El derecho de propiedad sobre una acción da derecho a elegir si vender o no hacerlo, pero no a elegirlo con un determinado nivel de información. De hecho, los propietarios que se desprendan más rápidamente de sus acciones serán los que anticipen menores beneficios futuros, los que los juzguen más inseguros o los que sean más impacientes por realizarlos. ¿Por qué debe privilegiárseles frente a unos adquirientes que confían en el futuro y la solidez de la empresa?

Las condiciones de adquisición que impone la legislación elevan sistemáticamente los precios de compra y desincentivan el aprendizaje y la búsqueda de información por parte de los inversores, confiados en que llegado el momento el Estado les protegerá. Por ambos motivos, el capital se asigna más ineficientemente entre los proyectos empresariales y muchas operaciones que podrían ser rentables a precios más reducidos no llegan a efectuarse.

La concesión de privilegios a algunos inversores equivale a la atrofia de los mercados financieros y de la sociedad de propietarios. Los movimientos empresariales quedan controlados, supervisados y fiscalizados por el Estado, quien les marca el paso y restringe su creatividad, y los consumidores son peor servidos de cómo podrían serlo.

Si, como dijo Mises, una sociedad pasa a ser socialista cuando los mercados de capitales han sido nacionalizados, deberíamos empezar a preocuparnos.

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