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La rebelión de los paraguas

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Cuando a Milton Friedman le echaban en cara su colaboración con el régimen de Augusto Pinochet en Chile, el economista se defendía con el argumento de que la libertad económica, tarde o temprano, termina generando libertad política. Algo de razón debía de tener si nos fijamos en el Chile actual, uno de los países más libres y prósperos del continente que disfruta, con sus pros y sus contras, de una libertad política que ha llevado al poder en las últimas elecciones presidenciales, y por segunda vez, a la candidata socialista Michelle Bachelet, represaliada y víctima de la dictadura. Contrasta desde luego con su vecino peronista, Argentina es un país donde cada vez hay menos libertades, económicas y políticas, sin saber si la falta de una lleva a la falta de otra o viceversa.

Las protestas en la Plaza de Tiananmen, en la primavera de 1989, la caída del Muro de Berlín en noviembre del mismo año, el colapso de la Unión Soviética al año siguiente y la adopción por parte de casi toda la Europa del Este del sistema capitalista, o al menos de su variante más socialdemócrata, debió de asustar bastante a los líderes del Partido Comunista Chino (PCCh) como para plantearse y permitir ciertas libertades económicas. Desde luego fue un acierto, pues han traído a China una prosperidad no conocida hasta el momento, salvo en los dos bastiones del capitalismo chino, la isla de Formosa, Taiwán, que no está bajo el poder de Pekín, y lógicamente, Hong Kong.

Cuando los británicos transfirieron a China su colonia el 1 de julio de 1997, la devolvieron envenenada. El Gobierno chino debía permitir a sus nuevos súbditos algunas de las libertades que ya disfrutaban: los hongkoneses, además de vivir en uno de los territorios más libres, prósperos y ricos del planeta, podían elegir su gobernador y su sistema político. El eslogan «Un país, dos sistemas» se hizo famoso y, hasta hace relativamente poco, ha sido, hasta cierto punto, verdad.

China ha dejado proliferar dentro de ella dos gérmenes muy peligrosos para los liberticidas. El primero, la libertad económica, que se ha visto favorecida incluso desde dentro del propio sistema comunista. El segundo, la libertad política, aunque heredada, muy localizada geográficamente y controlada, es un peligroso modelo que tiende a expandirse. El PCCh tiene miedo de que se extienda a otras partes del territorio, pese a que se había comprometido a respetar durante al menos medio siglo un acuerdo que se firmó bajo el aval de las Naciones Unidas. La rebelión de los paraguas se ha puesto en marcha casi sin querer y a los comunistas les ha pillado de improviso. Pensaban que controlar a los candidatos era fácil y gratuito.

Las autoridades chinas se enfrentan a unos manifestantes poco violentos, que simbólicamente usan los paraguas para repeler los gases lanzados por las fuerzas del orden chinas. Precisamente, para evitar que se creen vínculos de simpatía entre manifestantes y policías, se están trayendo de otras partes de China, ya que los de Hong Kong no son fiables. Además, el Gobierno está haciendo todo lo posible para que lo que está pasando no llegue al resto del territorio, controlando los medios de comunicación y la información que sale de la excolonia. Personalmente, creo que estamos en una situación muy distinta de la que teníamos hace 25 años, cuando las protestas de Tiananmen terminaron en una matanza.

El gobierno chino teme la propagación de estas manifestaciones al resto de focos de crecimiento económico, como Shanghai, Macao, Shenyang o la propia Pekín. En estos centros confluyen los tres elementos que todo dictador debería temer. El éxito económico indudablemente beneficia al estado chino, pero como supo ver Friedman, también crea una cada vez mayor clase media que dispone de más riqueza, tiempo libre y, sobre todo, más inquietudes políticas que le llevan a tratar de decidir sobre su futuro, su forma de vida y, si es menester, enfrentarse a aquéllos que, desde el poder, quieren limitar su capacidad de actuar libremente.

En segundo lugar, la revolución en los medios de comunicación, con Internet a la cabeza (como ya sucedió en la extinta URSS con la televisión), «introduce» ideas de libertad en las mentes de esa clase media que se cuestiona por qué un líder inamovible e incuestionable debe dirigir sus vidas. La censura dificulta, pero no impide, que esta aportación de la cultura global se vaya abriendo paso poco a poco.

En tercer y último lugar, la presencia de extranjeros en estos polos de crecimiento y ciudades es un ejemplo, un modelo de lo que pueden llegar a ser estas incipientes clases medias. Muchas veces, no piden ni quieren grandes cambios, quizá una mayor autonomía en las decisiones locales, como actualmente sucede en Hong Kong, pero esto lleva indefectiblemente al cuestionamiento de la autoridad impuesta y, como enseña la historia, es cuestión de tiempo que alguien que pide una mayor libertad en pequeños aspectos termine por exigirla en su totalidad, y eso aterra a cualquier dictador, sea de derechas o de izquierdas.

Es bastante probable que los resultados de la Primavera Árabe estén presentes en las cabezas de los dirigentes del PCCh y no estén dispuestos a que a China le pase lo mismo que a la Unión Soviética. China, más que un Estado, es un Imperio y bajo su comunista bota tiene, como lo tenía la Unión Soviética y como lo tiene incluso ahora la Federación Rusa, multitud de naciones, culturas, etnias y religiones que buscan, cada una a su manera, cierta libertad o al menos cierta independencia y capacidad de expresión.

Toda crisis es una oportunidad. China tiene la opción de democratizarse, de ampliar la libertad de los que hasta ahora han vivido bajo el régimen, aprovechando el camino abierto por esa libertad económica y política, y desbancar a la India como la democracia más poblada del planeta; de hecho, tiene en este país un modelo, no perfecto, pero sí más libre, un crisol donde se mezclan etnias, religiones, nacionalidades y culturas. Pero también tienen la opción de incrementar la represión y acabar por la fuerza con décadas de enriquecimiento y prosperidad. El PCCh es quien tiene que pensar si se va o se queda.

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